Solemnidad de Todos los Santos

01.11.2021

Santos de Dios: Íconos de Fe y Esperanza 


Queridos hermanos:

Nuestra celebración eucarística de hoy es una invitación a ser conscientes del gozo celestial de los santos, a gustar de su alegría. Los santos no son una pequeña casta de elegidos, sino una muchedumbre innumerable. En este día, la Palabra del Señor nos inspira a elevar nuestra mirada hacia ellos, al igual que nos invita el maravilloso himno, "Firmes y adelante", cuando dice: "Muévese potente la Iglesia de Dios; de los ya gloriosos marchamos en pos". Podemos sentir la tentación de pensar que esta muchedumbre está compuesta sólo por aquellos reconocidos y de fama mundial, pero no es así; en ella están incluidos todos los bautizados de todas las épocas y naciones, quienes han procurado cumplir con amor y fidelidad la voluntad de Dios. De muchos de ellos no conocemos ni el rostro ni el nombre, aunque tal vez sí hayamos tenido el privilegio de conocer a algún santo en nuestra vida. Con los ojos de la fe, los vemos resplandecer como astros llenos de gloria en el firmamento de Dios.

En la primera lectura, el autor del libro del Apocalipsis describe esta multitud como "una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua" (Ap 7, 9). Este pueblo comprende los santos del Antiguo Testamento, desde el justo Abel y el fiel patriarca Abraham, pasando por los del Nuevo Testamento, los numerosos mártires de los inicios del cristianismo y los beatos y santos de los siglos sucesivos, hasta los testigos de Cristo de nuestro tiempo. A todos ellos los une la voluntad de encarnar el Evangelio en sus vidas, bajo el impulso del eterno animador del pueblo de Dios, que es el Espíritu Santo.

La Iglesia Antigua Católica y Apostólica, esta porción del pueblo de Dios que crece en España, y que, al reconocerse plenamente católica, incluye en sus Estatutos un apartado especial sobre la "Comunión de Todos los Santos", refiriéndose a la unión espiritual de todos los cristianos: la Iglesia Militante e Iglesia Triunfante. Ambas forman parte del Cuerpo Místico de Cristo, del cual él es la cabeza y en el cual cada miembro contribuye al bien de todos y comparte los bienes con todos.

Como desde sus inicios, nuestra Iglesia se alegra en reconocer y conmemorar a los fieles difuntos que, siguiendo el ejemplo de su Salvador Jesucristo, fueron extraordinarios o incluso heroicos servidores de Dios y de su pueblo; da gracias a Dios por los santos, pide al Señor la fuerza para seguir sus ejemplos y alcanzar su gloria junto a ellos. San Bernardo dijo: "Nuestros santos ―dice― no necesitan nuestros honores ni ganan nada con nuestro culto. Por mi parte, confieso que, cuando pienso en los santos, siento arder en mí grandes deseos" (Discurso 2: Opera Omnia Cisterc. 5, 364 ss).

Este es el significado más auténtico de la solemnidad de hoy: no se trata de mirar a los santos como pequeños dioses, lo cual sería incorrecto. Nosotros, como católicos antiguos, contemplamos el luminoso ejemplo de los santos, para que en nosotros se despierte el gran deseo de ser como ellos, felices por vivir cerca de Dios, en su luz, en la gran familia de los amigos de Dios. Esta es nuestra vocación, también llamados hechos santos por la justicia imputada de Dios.

Pero, ¿será posible? ¿Podemos llegar a ser santos, amigos de Dios? ¿Es necesario realizar acciones y obras extraordinarias o poseer carismas excepcionales? No, no es así. Ante todo, es necesario escuchar a Jesús y seguirlo sin desalentarse ante las dificultades. "Si alguno me quiere servir ―nos exhorta―, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará" (Jn 12, 26).

¿Cuál es la gran característica de los santos? Sin duda, la permanencia. El Señor Jesucristo nos dice: "Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí". El santo no lleva en sí nada propio, y es precisamente en ello que abunda la santidad: en vaciarse de uno mismo y llenarse de Cristo, en estar perennemente apegados a Cristo y su Palabra, pues sólo así se puede dar fruto.

Las biografías de los santos presentan hombres y mujeres que han afrontado, en ocasiones, pruebas y sufrimientos indescriptibles, persecuciones y martirio, incluso crisis de fe y desaliento. Pero, ¿qué les hace merecedores de tal calificativo? Han perseverado en su entrega; "han pasado por la gran tribulación ―se lee en el Apocalipsis― y han lavado y blanqueado sus vestiduras con la sangre del Cordero" (Ap 7, 14). Sus nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 20, 12); su morada eterna es el Paraíso. El ejemplo de los santos es un estímulo para nosotros, invitándonos a seguir el mismo camino y a experimentar la alegría de quien se fía de Dios, ya que la única causa real de tristeza e infelicidad para el ser humano es vivir lejos de Él.

Aunque la santidad requiere un esfuerzo constante, no debemos pensar que no estamos capacitados para ello, o que no es para nosotros por considerarnos muy pequeños. No es así; es posible para todos, porque, más que una obra del hombre, la santidad es ante todo un don de Dios, tres veces santo (cf. Is 6, 3). En la segunda lectura, el apóstol San Juan observa: "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!" (1 Jn 3, 1). Por consiguiente, es Dios quien nos ha amado primero y, en Jesús, nos ha hecho sus hijos adoptivos. Dice el apóstol Pablo: "Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe".

Por lo tanto, he aquí una gran noticia: es por medio de la gracia que somos 'santos' y, por consiguiente, 'salvos'. En este punto interviene el Espíritu Santo, pues sólo él tiene el poder de santificarnos, es decir, de lavarnos de nuestros pecados y comunicarnos "la justicia de Dios por la fe en Jesucristo" (Rm 3, 22), lo cual celebramos en el Bautismo. "¿Cómo podré pagar al Señor todo el bien que me ha hecho? ¡Levantaré la copa de la salvación e invocaré su nombre!" (Salmo 116, 1). Al participar de la Eucaristía, manjar celestial, Cuerpo y Sangre de Cristo, el Santo entre los santos, vamos participando místicamente de la santidad de Dios: su Carne para mi salud, su Sangre para mi salvación. Esta unión tan estrecha con Cristo nos santifica, fortalece y restaura.

¿Cómo podríamos quedar indiferentes ante un misterio tan grande?

Por tanto, cuanto más imitamos a Jesús y permanecemos unidos a Él, tanto más entramos en el misterio de la santidad divina. Descubrimos que somos amados por Él de un modo infinito, y esto nos impulsa también a amar a nuestros hermanos. Amar siempre implica un acto de renuncia a uno mismo, "perderse a sí mismo", lo cual, paradójicamente, nos trae felicidad.

Al reflexionar sobre el evangelio de esta fiesta, las Bienaventuranzas que acabamos de escuchar nos muestran la fisonomía espiritual de Jesús y manifiestan su misterio: el misterio de su muerte y resurrección, de su pasión y de la alegría de su resurrección. Este misterio, que es el misterio de la verdadera bienaventuranza, nos invita al seguimiento de Jesús y así al camino que lleva a ella.

Si bien somos plenamente justificados por Cristo al creer en Él, la santificación es una carrera eminentemente progresiva que nos prepara para el cielo y nos previene para sus goces; por ello, la importancia de velar porque nuestras obras sean una muestra perenne de nuestra vida justificada y, por tanto, de nuestro amor a Dios. Él nos ordena luchar, orar, velar, esforzarnos y trabajar por nuestra santificación. ¿Cuál será el fin de esta lucha del creyente por ser cada vez más santo? La muerte; la santificación será perfecta cuando entremos en el cielo.

En este día, al conmemorar a todos los santos cuyos devotos ministerios perduran en el Espíritu, y cuyo ejemplo y compañerismo continúan alimentando a la Iglesia en su camino hacia Dios, no olvidemos nuestra vocación de santidad. Este es el camino constante de todo hijo de Dios, regenerado y justificado por medio de la gracia y, por tanto, miembro de la Comunión de los Santos, en Cristo Jesús, Señor nuestro.

Amén.


Mons. + Abraham Luis Paula