Santo Cristo Peregrino
Uno de los símbolos con los que se identifica a la Iglesia Antigua Católica y Apostólica es, sin lugar a dudas, la imagen del "Santo Cristo Peregrino", acertadamente plasmada al óleo sobre el lienzo por una muy querida artista plástica, amiga de todos y cristiana ejemplar.
La pintura, como toda expresión artística responde, de forma consciente o inconsciente, a lo que su autor ha querido plasmar en su obra. Es por ello que debamos adentrarnos con mirada e intelecto en su nueva creación, a sólo efecto de intentar descubrir lo que la misma intenta trasmitirnos.
Este ineludible método de interpretación es un ejercicio personal y por ende totalmente sugestivo, es por ello que una misma obra inspira a quién la contempla emociones, sentimientos o significados muy distintos, si bien con un posible denominador común.
Por lo que a mí respecta y si bien de forma muy sucinta, El "Santo Cristo Peregrino" me transmite, cuanto menos, lo que seguidamente explicito.
En primer término, quisiera llamar la atención del lector o del piadoso espectador, sobre el nombre de la obra que contemplamos y que en forma alguna es casual. En puridad responde al modo en el que hemos de comprender la Iglesia a la que, por la gracia de Dios, nos honramos en pertenecer.
De todos es sobradamente sabido que buena parte de la cristiandad categoriza a la Iglesia como "triunfante" o "militante", según el estadío en que se encuentre. "Cristo Peregrino", es el buen compañero -todo Dios y todo hombre-, que guía e ilumina nuestro caminar en este mundo como "Iglesia militante", al encuentro de aquella definitiva y gloriosa cual es la "Triunfante".
Somos pues, una Iglesia que como su propio nombre indica "milita" es decir, se encuentra, como tantas veces e indicado "in itinere", esto es, en camino a la Jerusalén celeste, al igual que el pueblo elegido lo estuvo en el desierto en busca de la Tierra Prometida.
El pueblo de Israel anduvo bajo la égida de Moisés cuarenta años caminando por el desierto en busca de Canaán, tierra que manaba leche y miel, que finalmente pudo alcanzar, si bien Moisés por ignotos designios divinos no pudo llegar a pisar, pues murió y fue enterrado en el Monte Nebo, cordillera de Abarín.
La Iglesia Antigua Católica y Apostólica, como porción de la Única y Verdadera Iglesia de Cristo, se encuentra igualmente inmersa en la búsqueda de esa "tierra", entendida como "el Reino" en el Nuevo Testamento, ya prefigurado en el libro del Éxodo.
Este pueblo de la Nueva Alianza inaugurada con la Pasión y Resurrección del Señor, alcanza la plenitud y perfección divinas, ya que, a diferencia del Israel del desierto, regido por un intérprete humano, cuenta con la guía del Verbo, la Palabra salida del Padre, Jesucristo, Dios y hombre verdaderos, que se hace "Peregrino" por medio del Espíritu Santo y de esta forma acompaña a sus hermanos hasta el encuentro definitivo con el Padre de las luces.
Dicho esto, y aclarado el alcance, entidad y contenido del significado del nombre de nuestro sagrado titular, dirigiré mi atención y la del amable lector a los aspectos formales de la obra.
En primer lugar, se nos muestra a Jesús durante su vida pública, un joven ya en la treintena de su vida, de facciones nobles y firmes, con el rostro relajado, alejado de toda gesticulación tensionada y que, por tanto, irradia solemnidad, paz y serenidad. En Él he de destacar sus ojos y su mirada profunda, intensa y sostenida, que interpela de forma directa a quién lo contempla.
Porta una túnica inconsútil, sin costuras por ser de una sola pieza (Juan 19: 23-24), lo que simbólicamente es imagen de la Iglesia que debe ser y mantenerse en la unidad de la verdadera fe católica, sólida, alejada de toda división o fisura.
De igual manera y según los usos y costumbres de la época, dicha túnica se complementa con un manto -no capa ni clámide-, de color rojo.
El color rojo al igual que el púrpura, son propios de la realeza. Cristo, como Hijo de Dios Padre, Dios con Dios y con el Espíritu, es Rey de Universo y como hombre, de la estirpe en línea materna y paterna de David, o sea, de linaje de reyes.
El rojo, es un color primario, transmite calidez y se complementa con el verde. Durante el Medioevo y Renacimiento era utilizado con mucha frecuencia en las representaciones de Jesús, María, e incluso, de los arcángeles.
De igual modo simbólicamente es representación de la Sangre de Cristo, Salvador y Redentor, derramada en remisión de los pecados del mundo y sello indeleble, como ya queda dicho, de la Nueva Alianza.
Para protegerse del sol cubre su cabeza con un paño blanco -símbolo de pureza y unción del Espíritu-, sujeto con una presa o cuerda, que muchos recuerda al actual "kaffiyet" que utilizan preferentemente los beduinos de Oriente Medio.
La figura del "Santo Cristo Peregrino", se enmarca y destaca sobre un fondo que asimismo es una simbólica y acertada conjunción de agua y cielo. Agua que puede representar el mar de Galilea, también conocido como mar o lago de Tiberíades, lago de Genesaret o de Kineret. Es un lago de agua dulce que pertenece a Israel y que tiene un gran protagonismo en la vida pública de Jesús. En la pintura el agua está en calma, no siempre es así por efecto de viento, agua que, innecesario resulta apuntar, encierra un gran simbolismo como uno de los cuatro grandes elementos y poder purificador en toda cultura de alma y cuerpo.
La "voz agua" aparece en la Biblia quinientas ochenta y dos veces y su significado es plurivalente, tanto como construcción, destrucción, vida, repito, purificación y, en última estancia con amor.
Es precisamente en este lago del que se sirve Jesús para manifestar su providencia y poder, donde nos regala y marca el camino con su Palabra, donde calma nuestras tempestades y manifiesta su realeza sobre toda la creación visible e invisible, todo lo creado, lo potencialmente creable, lo que el hombre ya ha descubierto y lo que le resta por descubrir en su andadura terrenal.
No deseo terminar estas reflexiones sin hacer referencia a la luz, elemento esencial de toda creación pictórica y que cumple varios objetivos tanto plásticos como estéticos.
De un lado es un factor fundamental en la representación técnica de la obra ya que su uso afecta al color, textura y volumen. De otra parte, la combinación de luz, sombra y color, determina la composición de la obra y de la imagen que quiere proyectar el artista.
Como las personas hay pintores de luz, por ejemplo, Joaquín Sorolla o W. Turner o el mismo Velázquez -famosos son sus cielos-, y también pintores tenebristas, como Caravaggio, José de Ribera, Zurbarán y un largo etcétera.
En este punto cabe preguntarse dónde ha concentrado la autora la luz, resulta evidente que, en el divino rostro, como no podía ser de otra forma, ya que la luz se asocia a la divinidad.
Desde una perspectiva teológica no debemos olvidar que Jesús, el Cristo, es faro, luz que ilumina todo lo creado y brilla en el universo mundo, luz que toda tiniebla disipa, luz y brillo de donde el sol la toma y no sólo el sol, también la luna, los astros, los planetas, los luceros, las estrellas y, en definitiva, cada uno de nosotros, tal y como recreamos en la Vigilia Pascual en la liturgia de la bendición y encendido del Cirio.
En resumen, Cristo es la Luz Indeficiente, para lo que ahora es luz de la fe, pase, después de esta vida a ser en cielo lumbre perenne de gloria y amor.
Todo cuanto precede pretende ser algo más que una descripción técnica de una hermosa imagen pictórica. Es mi ardiente anhelo que vemos en la Imagen del Maestro: una invitación, una llamada, una luz, una guía, una esperanza, un camino; para que, fundamentados en su Palabra y en su promesa, podamos encontrar en Él, la Única Verdad, fundamento de nuestra existencia y en definitiva el Alfa y Omega de nuestra vida.
M. Rvdo. P. José Luis Onsurbe Rubio