"Niña, a ti te digo, levántate" - Homilía del XIII Domingo del Tiempo Ordinario (B)

30.06.2024

Leccionario:

Sab 1: 13-15; 2, 23-24 - Sal 29: 2-13 - 2 Cor 8: 7.9.13-15 + Marcos 5: 21-43

Amados:

El inspirado autor del libro de la Sabiduría, en la primera lectura del Leccionario, nos regala hoy una sentencia maravillosa, con la cual deseo comenzar esta homilía: «Dios creó al hombre para la inmortalidad; le hizo imagen de su propio ser». Si es verdad que Dios creó a la humanidad con ese propósito, podríamos preguntarnos entonces, ¿de dónde surge la muerte? ¿Por qué existe en el mundo la enfermedad, la injusticia y el mal?

La respuesta la escuchamos del mismo autor sagrado: «por envidia del diablo entró la muerte en el mundo». Es decir, el mal y la muerte en el mundo no tienen su origen en Dios, sino en el hombre, quien desde su libertad eligió desobedecerle. La Biblia dice que algunas de las criaturas de Dios, primero ángeles y luego seres humanos, se rebelaron contra Él, lo que llevó al surgimiento del mal y sus consecuencias. Como resultado del pecado original —la soberbia del demonio en su afán de ser como Dios y la desobediencia del hombre en el jardín de Edén—, tanto los ángeles caídos como el hombre, acarrearon para sí el precio de su desvarío. Los seres humanos perdieron su inocencia y, como resultado, el dolor, la futilidad y la muerte entraron de manera implacable en todas las áreas de la vida.

Por lo tanto, el sufrimiento, dentro de la cosmovisión bíblica, no es una fijación permanente o intrínsecamente necesaria de la realidad, como en algunas representaciones de la noción oriental del Yin y el Yang. Por el contrario, toda angustia y dolor son el resultado de la caída del hombre. Es como una enfermedad que ha llegado al mundo a través de aquellos seres creados al principio, que se negaron a aceptar su condición de criaturas.

En otras palabras, la Biblia tiene un punto de vista lineal sobre el sufrimiento en lugar de cíclico. No siempre hubo dolor, ni lo habrá en el futuro. Es solo un pequeño capítulo en una historia más amplia, pero que se amplifica cada vez que el hombre quiere ponerse sobre el Creador y olvida sus leyes, sus preceptos y sabios mandamientos, erigiéndose como soberano de todo y jugando a ser Dios, de manera ascendente en estas últimas generaciones, donde parece y se promete que estamos a punto de poner fin mediante la tecnología y la inteligencia artificial al tema del dolor y la muerte humanos.

¿Será que todo esto llenará el vacío existencial del hombre? ¿No encontramos en esta pretensión de fuertes cambios antropológicos otra manera de dirigir la mirada al lugar equivocado? Es otra forma de idolatría. Es otro intento más de desconectar al hombre de su esencia divina, amalgamándolo a la esfera digital y virtual; todo esto bajo la misma consigna envenenada de la serpiente: "Seréis igual a Dios". No obstante, bien sabemos que ninguna de las respuestas que brinda hoy la ciencia moderna y la ingeniería social en la que estamos inmersos serán capaces de extirpar desde dentro el más grande de los dolores y erradicar la peor de las muertes en el corazón humano; sólo Cristo puede hacerlo. Sólo el Dios que sufre y que muere y que además resucita puede hacerlo. Sólo hay una respuesta; la respuesta es: CRISTO.

¿Cuál fue la acción de Dios ante la elección de su criatura humana en tal situación de desobediencia? No la rechazó, no ignoró su destino ni la entregó al poder del pecado y de la muerte. Dios Padre, por otro lado, fue fiel a quien había creado a su imagen y semejanza, con un amor tan inmenso y extremo que Él mismo descendió para salvarle, para que pudiera participar nuevamente de su inmortalidad en la comunión divina de su abrazo vivificador.

En el centro de la historia bíblica, aparece ante nosotros un Dios que en realidad se involucra en nuestro sufrimiento y se adelanta al sufrimiento de la humanidad. Según el Nuevo Testamento de la Biblia, Jesucristo, —Dios en forma humana—, para derrotar al mal y reconciliar con su Padre a aquellos que confían en Él, nació, vivió, murió y resucitó de entre los muertos. Debido a que Jesús asumió todos los pecados de la humanidad, su muerte en la cruz fue una de las peores muertes posibles. Él se entregó a la Cruz por nuestros pecados, a pesar de ser inocente.

Este es el mensaje principal que se encuentra en las Sagradas Escrituras y es un mensaje de buena noticia. Precisamente esto significa "evangelio": "las buenas noticias de Dios para los humanos". La Biblia en esencia no es un libro de moralidad o consejos que nos ayuden a lidiar con el sufrimiento y vivir una vida mejor. En su mayor parte, cuenta la historia de lo que Dios ha hecho por nosotros y cómo está restaurando a través de Cristo este mundo devastado y quebrantado; es un mensaje de esperanza a la luz de Su sufrimiento por nosotros.

El quebranto humano conmueve profundamente al Señor Jesús, el Hijo del Padre. Debido a esto, se convirtió en el servidor de todos (Marcos 10: 45) y "peregrinó por el mundo haciendo el bien" (Hechos 10: 31). No solo se dejó tocar por los enfermos que buscaban la salud y el perdón de sus pecados, sino que Él mismo "tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades" (Mateo 8:17). Siendo inocente, se hizo pecado por nosotros para curar nuestras heridas, perdonar nuestros pecados y reconciliarnos con el Padre (2 Corintios 5, 21). En efecto: "Él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados" (Isaías 53: 5).

En el Evangelio de hoy, vemos al Señor Jesús actuar con poder, liberando al hombre de las consecuencias del pecado, curando a una mujer que había sufrido flujos de sangre durante doce años y devolviendo la vida a una niña que había muerto. ¿Quién era capaz de producir signos similares? Solo Aquel que provenía de Dios. Los profetas enviados a Israel habían hecho señales impresionantes en nombre de Dios y con su poder. Sin embargo, existe una distinción fundamental entre Jesús y cualquier otro profeta. Los profetas tenían que invocar el Nombre de Dios para realizar curaciones (2 Reyes 5: 11), pero el Señor Jesús cura y resucita con autoridad propia, diciendo: "Contigo hablo, niña, levántate". Si Él posee este poder, significa que Él es Dios.

¿Dios sigue sanando de esta forma entre nosotros hoy? Sí, lo sigue haciendo, porque no ha dejado de ser Dios. Él espera la respuesta de nuestra fe, necesaria para obtener su ayuda. Notemos que el Señor le dice a la mujer que, aunque la fuerza sanadora había brotado de Él, ha obtenido la salud que había buscado gracias a su fe. En el caso de Jairo, el Señor lo anima con estas palabras alentadoras: "No temas; basta que tengas fe". Para liberar al ser humano de las terribles consecuencias del pecado, del mal, de la enfermedad y de la muerte, es necesario tener fe en Jesús.

No obstante, sabemos que estamos insertos en las leyes naturales de este mundo caído y que a veces la salud física no podrá ser obtenida de manera milagrosa o por medio de la medicina. La actitud del cristiano no debe ser la de este mundo retorcido en rebeldía y desdén, creedor de merecer toda bonanza de aquella manera tan desesperada e insolente. Cuando, por causa del orden natural, llevemos sobre nosotros algún signo de nuestra naturaleza caída, vivámoslo con integridad ante Dios, sabiendo que ese dolor "produce paciencia; y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza; y la esperanza no nos defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado" (Romanos 5: 3-5).

¿Cuál es la esperanza? La vida eterna que nos ha conseguido el Dios que no reusó sufrir por nosotros, quien tomó el cáliz de la agonía para obtenernos la eternidad. Para el cristiano, es la muerte la puerta santa por la que pasamos hacia el encuentro del Dios Amor. Una vez en Él, abrazados en la eternidad de su corazón, no recordaremos jamás lo que es dolor, ni la fatiga ni la angustia. En dicho estado de visión beatífica y pleno gozo, esperaremos sin ansias la resurrección del cuerpo, experimentando en nosotros con total plenitud y sin fin de días la vida de Cristo resucitado, nuestra Pascua.

Es nuestro menester como cristianos estar preparados para dar al mundo la respuesta correcta sobre el sufrimiento y la muerte, para hacer correcta defensa del carácter bueno y poderoso de Dios a pesar de la existencia del mal. La respuesta más influyente ante el problema del mal es la "teodicea del libre albedrío" de Agustín de Hipona (354-430). Agustín enseñó que el mal es simplemente la privación del bien; existe como una posibilidad necesaria en un mundo de criaturas libres y moralmente conscientes. Según esta manera de pensar, si Dios quisiera un mundo sin posibilidad alguna de dolor, él habría tenido que crear un mundo sin posibilidades de libre elección o amor verdadero, un mundo de robots, autómatas y no de personas. ¿No les suena familiar esto? ¿No es acaso el mundo perfecto que se presenta hoy como la alternativa más revolucionaria para vencer de una vez el dolor y la muerte físicos, un mundo de transhumanos?

La modificación del ser humano actual mediante la incorporación de nuevas tecnologías de tal manera que se vayan alterando sus capacidades y potencialidades, pero también su propio cuerpo, conformando así una nueva raza de humanos que serán los poshumanos, similar a un algo o alguien perfecto y que no sufre, es hoy uno de los grandes gritos de las sombras y la fruta del árbol prohibido en su versión más actualizada… Es, sin lugar a dudas, un mundo sin Dios, donde la conciencia será cauterizada por el engaño del príncipe de este siglo, Satanás y sus secuaces. Es por ello que debemos seguir anunciando la verdad del mensaje de salvación. El fin principal del evangelio no es dar un plato de comida, exterminar con la pobreza o con el dolor; todo ello debe ser el reflejo del fruto de la Fe y por lo que seremos probados. Empero, el fin crucial del Evangelio es la Salvación del alma mediante la Fe en Cristo. Debemos volver a la predicación del Reino. No trastoquemos el fin por los medios.

Ante los delirios de este mundo decadente, recordemos las palabras de Cristo: "Y no temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar; temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno" (Mateo 10:28). Volvamos a la oración y al encuentro con el Dios único y verdadero manifestado en carne en la persona de Cristo; sólo así podremos ir entre las gentes y sentir cómo sale poder de nosotros, un poder que se nos confiere mediante los Medios de Gracia, por medio de los Sacramentos, un poder transformador, sanador. Hoy la niña muerta que espera la palabra de Jesús es la humanidad dormida, y somos nosotros los que, exponiendo a la luz las obras de las tinieblas, haciendo uso de los dones del Espíritu Santo y de la autoridad de Cristo, debemos decirle: «Contigo hablo, niña, levántate».

Amén. Que así sea. 

Mons. + Abraham Luis Paula