Morir con Cristo

17.03.2024

DOMINGO V DE CUARESMA (B)

17 de marzo, 2024

Jr 31, 31-34: "Haré una alianza nueva y no recordaré sus pecados"

Sal 50, 3-4.12-15: "Oh Dios, crea en mí un corazón puro"

Heb 5, 7-9: "Aprendió a obedecer y se ha convertido en autor de salvación eterna" –

+ Jn 12, 20-33: "Si el grano de trigo cae en tierra y muere, da mucho fruto"

Amados en Cristo:

Uníamos nuestras voces en el himno de entrada en esta solemne celebración del Quinto Domingo de Cuaresma y en su última estrofa entonábamos:

"Moriremos con Cristo

muriendo al propio amor;

con Él resucitamos

a la vida de Dios".

El tema de la muerte está intrínsecamente anclada al Tiempo cuaresmal, como en ningún otro del calendario litúrgico. La muerte del Cordero de Dios que se nos anuncia hoy, es especialmente el momento de la acción maravillosa de Yahvé en su Hijo, en quien se complace plenamente. El Hijo del Hombre obedece y muere. El Postrer Adán ama y muere. No se trata de una muerte serena, es una muerte de Cruz, en la que debía ser clavado y elevado. Esta elevación es, al fin y al cabo, glorificación. Así mismo, el hombre que se deja enamorar por Je­sús seguirá los mismos pasos: obediencia y amor hasta la muerte y, luego, la entrada a la Luz sin ocaso.

Notemos que el relato del evangelio de hoy ocurre después de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, donde será crucificado en muy pocos días. En esta importante página de los hechos antes de su Pasión, Jesús antecede a sus discípulos y a algunos de sus seguidores lo que le sucedería inminentemente: su sufrimiento, muerte y posterior resurrección. Para ello, utilizó la imagen de una semilla que, al ser plantada, debe morir para dar a luz a una nueva vida.

El Señor nos habla de la semilla de trigo, un fruto usado muchísimo en su tierra, y que simbólicamente, de la manera que lo enfoca, logra asociar muy bien a Él, que luego se convirtió en el mejor fruto del árbol santo de la Cruz: "Ningún árbol fue tan rico, ni en sus frutos ni en su flor", cantaremos el Viernes Santo, junto a Venancio Fortunato (536–610), poeta latino cristiano y uno de los Padres de la Iglesia de occidente. Cristo es el único divinal grano de trigo, que en nuestra tierra haya podido germinar, tan augusto y prolífero, que, desde el Jueves Santo hasta nuestros días, el pan Eucarístico de Jesús no falta en cada altar como alimento de vida eterna.

Pero ¿qué significado tienen para el cristiano estas palabras del Señor: "En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, se queda solo; pero si muere, produce mucho fruto"? ¿Esta simbólica frase se aplica sólo a Él de la forma que ya hemos visto o alcanza también a todos sus discípulos?

Como bien podemos deducir, tienen mucho que ver con nosotros y está en relación con la medida en que busquemos imitar el ejemplo del Salvador. Esta imitación real de Cristo, nunca buscará alcanzar deleite alguno o reconocimiento propio, todo lo contrario, redundará en su mayor gloria y honor.

La clave para lograrlo sin imposturas o erradas ideas, nos la ofrece el mismo Señor cuando nos dice: "El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se desprecia a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna".

¿Nos damos cuenta de las paradojas y aparentes contradicciones entre perder y ganar, dar y recibir, muerte y vida?

Solo aquellos que desean beneficiarse de los frutos de la salvación y de la vida eterna, los que encarnan al Señor con fe rendida, es decir, los que participan voluntariamente con un corazón enamorado, de esta forma de cruz "in vitam", que necesariamente significa vida desde la muerte, podrán sentir en su corazón la paz divina e inexplicable que tiene su base en la seguridad del abrazo salvador de Dios.

Un ejemplo apostólico lo encontramos claramente en San Pablo. El apóstol explicó a los gálatas el proceso de morir a sí mismo como "crucificado con Cristo", él sentía que ya no vivía volcado en sus anhelos personales y aferrado a sus glorias pasadas, sino que Cristo habitaba en él. Experimentó una especie de vaciamiento interior del hombre viejo que fue colmado con la llenura del Espíritu Santo, cuya voz interior y orientaciones conforme al plan del Señor, implantaron la vida y el reinado de Cristo en sí mismo (Gálatas 2:20).

Sabemos que esto puede ser atemorizador; escuchamos a muchas personas decir: "no puedo dejar de ser yo mismo, sino me muero". Piensan que esta forma de morir evangélica es un estado sombrío y represivo. Nada más equivocado. Morir a nosotros mismos, no supone que nos volvemos inactivos, o nos convirtamos en personas insensibles o entumecidas. Más bien, significa abandonar aquellos modos de la vida que llevábamos sin estar bajo la ley de Cristo. Para aquellos que hemos nacido en el Señor Jesús, habiendo recibido el legado de la Fe heredada de nuestros padres en el Bautismo; morir en Cristo significa entonces el abandono de aquellas formas de comportamiento, estilos de vida e ideas no rendidas a Su voluntad, que son pecaminosos y que sabemos que por descuido muchas veces nos encontramos participando de ellas.

Continuemos con San Pablo en su mística explicación: "Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos" (Gálatas 5:24). ¿Crucificado? ¿Dónde? En el madero de la Cruz que tanto veneramos durante este tiempo cuaresmal y que debe ir más allá de una contemplación plástica pictórica o escultórica. ¿Cómo es posible esto? En la medida en que la meditación en el sacrificio de Aquel que ha muerto para darnos vida, sea capaz de despojarnos de nuestro egoísmo, de nuestra soberbia y nos impulse hacia el ardiente deseo de agradar a Dios con el mismo celo que lo hizo el Cordero Inmolado.

Ante esta idea, podremos rápidamente aludir que Cristo pudo ser fiel al Padre, porque es Dios, y, por tanto, ello le sostuvo sin temor en el momento más desgarrador. Pero si notamos en el diálogo del Señor que nos narra hoy el Evangelio de Juan, vemos que habla con sus discípulos mostrando cualidades puramente humanas, común de todo mortal, admitió ante los que le escuchaban que sentía miedo.

"Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora". No obstante, antes que se dibujara la sorpresa abrumadora en los rostros de los discípulos, frente a Aquel que tantas veces les había dicho: "No temáis". Jesús se alza sobre la zozobra, recordando el motivo de su encarnación entre los hombres. La respuesta es inmediata: "Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre glorifica tu nombre".

¿Pero qué hora es esta de la que habla Jesús? Es el momento en que será elevado para atraer a todos hacia sí (Juan 12: 32). Esta elevación nada tiene que ver con la idea nuestra de ascender para alcanzar un puesto de poder, momentos en los que muchas veces se nos colman de aplausos, elogios y regalos. Contrariamente, "la hora del Cristo" es la del vituperio y el descrédito, la hora de la burla y la ingratitud, la hora del abandono y de la condenación. Pero es también la hora de la glorificación y el triunfo sobre la muerte, de la luz sobre las sombras, en Quien se cumplen aquellas antiguas palabras del profeta Isaías: "todo calzado que lleva el guerrero en el tumulto de la batalla, y todo manto revolcado en sangre, serán quemados, pasto del fuego" (Isaías 9:5-7).



En efecto, Cristo, despojado de todo y desnudo ante los hombres, es el guerrero que, vencedor sobre el mal, hizo de aquel manto color escarlata, de aquella corona de espinas y de aquella vara que pusieron en su mano derecha, como objetos de burla: "pasto de fuego"; es decir, el ustible de la hoguera a la que condenó para siempre a la Muerte, al Demonio y a aquellos que le siguen. Él es el invicto soldado del que habla Isaías, que trastoca los signos de derrota y burla, en símbolos del triunfo y de la gloria de Dios. 

Cristo es el Grano del celestial trigo, que cayendo tres veces en tierra, aplastado por el peso de la espiga cruciforme, se levanta otras tres para morir allí y luego resucitar y reventar en cosecha de almas, conformando el ejército de los vencedores de las tinieblas y moradores de la Jerusalén celeste. ¿De qué lado preferimos estar? Bien sabemos que la batalla es dura, pero de la misma forma sabemos quiénes son los vencedores.

El Varón de dolores no evitó el sufrimiento y la muerte, sino que confirmó su devoción hacia nosotros, su rendición a la voluntad del Padre, Quien se manifestaba en aquel momento mediante "la voz del cielo". Son muy pocas las apariciones directas del Padre en los Evangelios, y una de ellas, quizás la menos conocida, es esta. Mediante este signo sensible que sigue perfectamente el modelo de Dios desde el Antiguo Testamento, —como una voz potente, como un estruendo de aguas o como portadora de la potencia del trueno—, el Padre del cielo fortalece la fe de los discípulos allí reunidos, diciendo de su Hijo: "Lo he glorificado y volveré a glorificarlo". Indicación directa a la Resurrección de Cristo, que sucedería como estaba prometido, al tercer día de su vergonzosa muerte.

Recordemos que estaban presentes tanto judíos como gentiles, y es que Cristo, como el grano celeste caído en nuestra tierra, fue Fruto de redención para la humanidad entera sin distinción de pueblos, naciones o lenguas, Fruto de vida eterna para todos los que han creído, creen y creerán en su Nombre. Estos militantes del ejército de la salvación que tiene como estandarte la Cruz y el Cordero, reunidos de todos los confines de la tierra, luego de sus penas y luchas en este valle de lágrimas, también escucharán la voz de su Rey y Capitán que, desde su trono alto y sublime, les dirá: "Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo" (Mateo 25:34-39). Todo esto suena hermoso, pero, ¿estamos dispuestos a morir?

Por supuesto, esto no significa que todos debamos morir en una cruz, como lo hizo Cristo, o que todos debamos sufrir un martirio violento, como algunos sufrieron o sufren actualmente por causa del Nombre del Señor. Al menos no debemos buscarlo, otra cosa será si nos vemos comprometidos a soportarlo y dar testimonio de nuestra Fe al precio que fuere necesario. No obstante, la enseñanza y ejemplo de Cristo, de sus apóstoles y santos, nos indican que el acto de muerte al que asistimos es constante, perenne en la vida del cristiano.

No me equivocaré al decir que el hombre de hoy, al escuchar hablar de las glorias celestes y eternas a las que estamos convocados los seguidores de Cristo, al igual que nosotros, quisieran llegar a tener parte de ellas. Pero a la vista está que esta generación quiere llegar al infinito sin renunciar a lo vano y temporero de la vida, busca revestirse de gloria, pero no de aquella imperecedera que se obtiene arrastrando la cruz de cada día como signo de sujeción a la voluntad de su Creador. Tristemente es así y lo peor es que muchos cristianos e iglesias caen en esa falsa idea, acomodando el Evangelio a la medida de las corrientes ideológicas de nuestra época. Cuando nos dejamos llevar por esta tentación, somos como un barco que quiere llegar al ansiado puerto de la felicidad, sin perder su inmediato y evidente amarre seguro. Esto no es posible.

No podemos dar fruto, ni alcanzar los frutos de la redención eterna, a menos que sigamos negándonos a nosotros mismos y muriendo a nosotros mismos día a día. Seremos "estériles", si como el grano de trigo no morimos. Pero, ¿qué merecimiento tiene? ¿Por qué es tan importante este abandono en Dios? San Pablo nos dice hablando de Cristo: "Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna" (Hebreos 5:9). Igualmente nosotros, al rendirnos a Cristo, no sólo obtenemos por el don gratuito de Su gracia la salvación del alma y la resurrección del cuerpo, sino que, al unir nuestras luchas y fatigas a las suyas, Él nos confiere el inigualable privilegio de ser germen de salvación para el mundo, para todos aquellos a los que nuestra entrega y oblación haya llegado como un testimonio del olor fragante del Señor, siendo capaz de despertar en ellos la sed del agua de la vida eterna.

El profeta Jeremías, al que hemos escuchado en la primera lectura, nos presenta a Dios el Padre como Aquel que perdona a todos los que le conocen, el Dios compasivo, el cual olvida totalmente la maldad de su pueblo arrepentido. Lo conocerían las naciones no por su castigo sino por su perdón (Jeremías 31: 31-34). Es este el gran mensaje de la Cuaresma: Tiempo de arrepentimiento y conversión, Tiempo de misericordia y de perdón. Este debe ser también nuestro mensaje a este mundo, hundido en su más absoluta y egoísta embriaguez y sumido en el más soberbio y profundo de sus sueños: ¡Cristo se hizo hombre, vivió, sufrió, murió y resucitó para que nuestros pecados fueran perdonados y tuviéramos resurrección y vida eterna!

Es Cuaresma aún, no descuidemos la oración, principalmente la vicaría, aquella que elevamos no en favor nuestro, sino en virtud de la humanidad. Junto a David, arrepentido de su horrible y múltiple pecado, digamos a Dios: "Crea en ellos un corazón puro... Lávalos de todos sus delitos y olvida sus ofensas... Permíteles experimentar la alegría de la salvación..." (Paráfrasis del Salmo 50/51).

"Por lo demás, hermanos míos, confortaos en el Señor, y en la potencia de su fortaleza. Vestíos de toda la armadura de Dios…" (Efesios 6:10-11a), tengamos paciencia y, aunque el permanecer fiel a Cristo —que es la forma más auténtica de dar muerte a nosotros mismos—, nos suponga un gran esfuerzo, un gran padecimiento, elevemos nuestra vida como un sacrificio al Señor y creamos que, en el futuro luminoso de la gloria venidera, veremos nuestros dolores y desvelos transformados en el gozo interminable, fruto de la visión beatífica de Dios y de la compañía de todos los santos.

Amén. Que así sea.


Mons. + Abraham Luis Paula Ramírez