La Vid Verdadera
DOMINGO V DE PASCUA (B)
1ª Lectura: Hechos 9, 26-31. Salmo 21, 26-32. 2ª Lectura: 1Jn 3, 18-24
+ Juan 15, 1-8
Amados en Cristo: Si hemos estado atentos a la lectura del Evangelio, coincidiremos en que pudiera ser resumido con las siguientes ideas: Tronco vivificante y ramas. Poda y cosecha. Saneamiento y fuego. La hermosa parábola de Jesús donde nos dice: "Yo soy la vid y ustedes son las ramas", parece salida de la boca de un labrador. Usando imágenes y términos muy familiares para los judíos, el Maestro de Galilea nos lleva de lo simbólico a lo trascendental, con una certeza tan extraordinaria que aún en nuestros días nos sigue sorprendiendo.
Es la última vez que escuchamos en el Evangelio de San Juan al Señor Jesús pronunciar el "Yo soy" solemne, para revelar una verdad profunda de sí mismo a través de una comparación. En esta ocasión afirmará: "Soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador". El momento en que imparte esta enseñanza es muy señalado, ya que se trata de la noche anterior a su Pasión y Muerte, la noche de la última Cena, noche en la que se ofrece a sí mismo como el nuevo Cordero Pascual cuya carne debe ser comida (ver Lucas 22: 19; Juan 6: 53-56), y firma una Nueva Alianza con su sangre (Lucas 22:20).
Muchos expositores se han preguntado por qué el Señor usó una vid aquí para ilustrar o explicar estas verdades espirituales, ya que lo hacía con frecuencia inspirado en lo que veía. Se cree que a la luz de la luna se podían ver las vides en el camino hacia el valle del Cedrón. Otros creen que el Señor y los discípulos pasaron por el templo cuya puerta del Lugar Santo estaba decorada por una gran vid dorada (Josefo: Guerras 5.210-212). De cualquier modo, no podemos olvidar como dato importantísimo que la vid era un símbolo de la nación de Israel, tanto era así que en la época de los Macabeos la vid era el emblema que aparecía en sus monedas.
Ante el fracaso de Israel en reconocer a su Mesías y presentarlo al mundo, el Señor crea una nueva comunidad a través de la cual se manifestaría. Además, veremos que este nuevo pueblo se desarrollaría únicamente a través de la unión y permanencia con Él, una unión espiritual, concretada en la vivencia de sus enseñanzas.
En esta parábola maravillosa el Señor pone fin a la idea mosaica de pertenecer al pueblo de Dios mediante Israel y todos sus preceptos, leyes y ordenanzas, ya no sería este la vid, sino Él mismo la vid verdadera. La salvación y el favor de Dios solamente podrían ser obtenidos a través de su persona. Es la única manera de dar fruto y es la única forma que tenemos de no errar en nuestra búsqueda de Dios.
Una idea parecida nos dejaba en la parábola del Buen Pastor, cuando nos comunicaba que el auténtico pastor daría la vida por sus ovejas, por lo que vuelve a centralizar en su persona toda nuestra atención. Esto es muy importante y es la clave contra el desánimo y la frustración que muchas veces como hijos de Dios, miembros de la Iglesia de Cristo, sufrimos en muchas ocasiones por causa del engaño de los malos pastores. Si somos conscientes de lo que nos comunica el Señor, habremos encontrado el antídoto perfecto que nos mantendrá tranquilos en medio de cualquier tormenta que como Cuerpo del Resucitado estemos atravesando.
El Señor Jesús intenta destronar de sus discípulos toda mediación o seguridad ficticia, incapaz de mantenerles incólumes en el Reino de la Gracia por Él inaugurado en su muerte y resurrección. Las conexiones con Dios cambiaron, no se trataba de nacer judío o ser prosélito mediante la circuncisión y otros ritos, ahora se trata de creer con la mente y el corazón de que, por medio de Él, por medio de su sacrificio y glorificación, todos hemos sido reconciliados en el amor de Dios Padre. Esta unión con Cristo, por cuyo ser florece la Gracia de Dios, simbolizado aquí por la Vid, es manifestada al mundo mediante los frutos que prenden de los pámpanos, es decir, de nosotros, su pueblo, que escucha su voz y le reconoce y le sigue a Él y que, por tanto, permanece en Él.
En ningún caso estamos planteando la idea de una individualidad espiritual de cada creyente con Cristo sin importar el resto, no cabe de ninguna forma frente a la enseñanza íntegra del Evangelio. Los frutos que se esperan de nosotros están pensados precisamente hacia el "otro", hacia el hermano, de ahí que la reunión litúrgica sea tan importante, de ahí que el Señor nos lo dijera usando el plural: "Permaneced en mí, y yo en vosotros". En otra ocasión nos enseñó: "Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mateo 18:20).
La asamblea es importante, fijémonos como san Pablo, luego de su conversión, buscó primeramente el ser aceptado, instruido y confirmado en medio de la comunidad de Jerusalén. Como hombre religioso, sabía que, aunque hubiera tenido la experiencia maravillosa de la aparición del Señor, no podía continuar solo la gran comisión, no podía pretender ser una rama suelta y mantenerse vivo por mucho tiempo, debía buscar la compañía de la comunidad de creyentes donde Cristo se hace presente en los hermanos y en el pan partido y el cáliz ofrecido en memoria suya.
No obstante, si bien perseverar en la unidad como asamblea de creyentes nos asegura estar frente a la presencia de Cristo, el estar unido a Cristo va más allá de la asistencia dominical a la Eucaristía, o el pertenecer a este u otro patriarcado. Recordemos, en Él la fe no se hereda, de igual modo tampoco la salvación pende de nuestra membresía a una iglesia en particular por histórica que sea, ¿dónde está la clave? En nacer de nuevo, sí, del agua y del Espíritu. Una vez renacidos de las aguas del bautismo, identificados con Cristo, muerto y resucitado (Romanos 6:3-11), se nos devuelve una conciencia limpia de pecado y somos introducidos en la Iglesia universal (1ª Pedro 3:21). El bautismo constituye un sello indeleble que se recibe una vez y para siempre; ahora bien, nacer del Espíritu es una obra continua, de perfección y santificación del cristiano y sólo puede lograrse por la rendición de nuestra vida a Jesús, nuestro apego a su Palabra y a su mandamiento de amor.
En la segunda lectura, San Juan nos dice: "Y este es su mandamiento: Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos a otros como nos lo ha mandado. Y el que guarda sus mandamientos, permanece en Dios, y Dios en él. Y en esto sabemos que él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado" (1 Juan 3:13-24). Creer en Jesús es la base fundamental que hará manifestar en nuestra vida los frutos del Espíritu. "Creer en Él" y "permanecer en Él", es la manera en la que los triunfos de su resurrección constituyen también nuestro triunfo: el poder sobre el pecado y sobre la muerte.
"Amarnos unos a otros", es el signo visible de la rama que permanece unida a la Vid y da frutos abundantes, de manera que nunca será cortada ni echada al fuego, porque se alimenta de la Gracia del sagrado corazón de Jesús. En esto consiste ser un cristiano auténtico, maduro, cuya fe no depende de cosas terrenales, sino que, conociendo la palabra de su Señor, no cae ni puede ser inducido en el error. Su atención está centrada en su Maestro, el Alfa y el Omega, el Primogénito de entre los muertos, quien no se muda ni se cambia, cuyas palabras son eternas y "son espíritu y son vida" (Juan 6:63).
Esa vida que Cristo nos comunica fue bellamente celebrada en la Vigilia Pascual con la que inauguramos este tiempo maravilloso. De la luz del Cirio, símbolo de Cristo resucitado y glorioso, todos fuimos encendiendo nuestras luces. Así ha sido la transmisión del mensaje de Jesús, de unos a otros, impulsados por el Espíritu, siguiendo el ejemplo del Señor y de sus apóstoles.
Como católicos antiguos creemos que la fe en Jesús resucitado, la experiencia común del Espíritu, la comunión con los apóstoles, sobre todo por la doctrina y tradición que se debía transmitir, constituyó y constituye la verdadera unidad en aquella diversidad evidenciada en las primeras comunidades cristianas y que, de igual modo, debe ser el distintivo de la Iglesia de hoy en su multitud de expresiones y carismas.
Por tanto, estamos seguros de que, permaneciendo en Cristo, la Vid verdadera, observando la Sucesión Apostólica tal y como la entendieron los primeros Padres, celebrando la Eucaristía válidamente consagrada, por medio de un solo Bautismo, y profesando la misma Confesión de Fe Católica recogida en los Concilios Ecuménicos; los que hoy aquí nos encontramos, reunidos en torno al Señor resucitado, no sólo estamos injertados por la Fe en Él, sino que, por propagación, desde la única matriz que es Cristo, somos parte de su Iglesia que es una, santa, católica y apostólica, convocada a mostrar las virtudes de aquel que nos ha llamado de las tinieblas a su luz admirable.
Que la gloria y el poder sean suyos para siempre. Amén.
Mons. + Abraham Luis Paula Ramírez