De la oración a la predicación del Reino

27.05.2022

"Y todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo". (Juan 14: 13)

Una de las experiencias más transfiguradoras y portadoras de supremo bien, es para el hombre creyente la oración. Orar es estar frente a la Deidad, orar es amar, porque aquel que se refugia en la oración busca intimidad con su Señor; "como busca la cierva corrientes de aguas", como el corazón enamorado anhela la mirada tierna de su amada, como los ojos buscan la luz de la mañana después de la tormenta.

Así como como la tierra se alegra a la salida del alba que le llena de fuerza y vida, de igual modo el corazón elevado a Dios se clarea con su esplendor vivificante y renovador. Una oración ardiente, que no sea de rutina, apercibida de la presencia a la que acude; sin delimitaciones de tiempo o lugar, viene a ser manjar de inigualable suavidad y dulzura para aquel que la ofrece. Es por ello que, si quisiéramos disfrutar continuamente de esta riqueza que recibimos de Dios mediante la plegaria, debemos dedicarle tiempo.

El más grande modelo de oración es Jesús, en la que ocupaba largas horas, cuando el Maestro sabía que tendría un día muy ocupado de manera que no gozaría de mucho tiempo para orar, la Escritura nos dice que, levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro, salía y se iba a un lugar desierto, y allí oraba. En otras ocasiones despedía a la inmensa multitud que le seguía, subía al monte a orar aparte; y cuando llegaba la noche, estaba aún allí solo.

Jesús, que tenía profunda experiencia de estar a los pies del Padre, de gustar de su presencia sacrosanta, bien entendió la actitud de María; aquella jovencita que buscaba ante todo escucharle, rendida a sus pies, sí, porque orar no es sólo decir, orar es también escuchar, contemplar, meditar. María, a diferencia de su hermana Marta, había escogido la mejor parte y nadie podría ya quitársela.

Ahora bien, la porción del evangelio que encabeza este comentario, nos entrega una promesa contundente salida de la boca del Señor, si bien en su contexto, estaba dirigida en particular a los santos apóstoles refiriéndose a la obra que les encomendaba, esto es, la predicación del Reino, que era acompañada por signos o milagros; sin embargo, en nuestro días se extiende con certeza para todos los renacidos por medio del agua y el Espíritu, los hijos de Dios Padre. El Señor nos asegura que, si lo que pedimos es con fe, y de acuerdo con la voluntad de Dios, todo podremos alcanzarlo.

Cuando Cristo habló personalmente a sus amigos, les estaba revelando el secreto del éxito a través de la oración, el poder radica en pedir en Su nombre. En aquellos tiempos, hablar en el nombre de una persona significaba representarlos en su totalidad. Aquí hay sabiduría divina, se nos permite presentar una solicitud a Dios en el nombre de su Hijo Jesucristo, porque Dios está complacido en Él y porque somos hijos en el Hijo, el Padre está dispuesto a responde nuestras peticiones. ¿Merecemos este amor? No lo merecemos, pero Él nos mira a través de su Hijo y porque ve en nosotros Su Imagen, nos libra de los días malos y nos agrega al número de los santos.

No obstante, no debemos pensar como aquellos que aún son novicios en temas espirituales, el terminan una oración en el Nombre de Jesús no es una cláusula mágica. El apóstol Santiago nos enseña con claridad que en ocasiones no recibimos de Dios lo que pedimos, porque nuestras intenciones están desenfocadas: "Pedís y no recibís, porque pedís con malos propósitos, para gastarlo en vuestros placeres". (Santiago 4:3)

Cabe entonces preguntarnos qué pedimos, en tanto y en cuanto, aquella petición que conforma la lista de nuestras plegarias, una vez concedida dará gloria y honor a Jesucristo. El Señor mismo continúa su enseñanza haciéndonos ver que, todo lo que anhelamos y hacemos llegar delante de Su trono en rendida oración, debe llevar implícito un deseo de glorificación, de alabanza a su grande y bendito nombre. Nos dice: "para que el Padre sea glorificado en el Hijo". 

Quizás ahora se pregunte, como cada oración de petición puede llegar a agradar a Dios de manera que nos conceda la gracia que rogamos. Esto es algo que puede ser muy angustioso para nosotros los cristianos. A cada rato escucho decir: "no quiero ocupar a Dios con cosas tan banales"; pero hermano, pedir por su economía no es algo trivial, por poner un ejemplo. Creo que debemos enfocar correctamente nuestras intenciones, la economía mejorará si tenemos trabajo, y Dios puede bendecirle si de alguna manera, con el fruto de ese trabajo y la abundancia de sus bienes es capaz de ser agradecido mediante la limosna, a través de su ayuda a los demás.

Otra manera de que nuestras peticiones obtengan el don que solicitamos, es que desde el primer momento estemos comprometidos a dar testimonio del poder de Dios. Aquí recuerdo un proverbio alemán que dice: "La petición es cálida, el agradecimiento es frío". Nos sucede a todos, pedimos con lágrimas pero luego las alegrías nos hacen olvidar y no somos agradecidos o no agradecemos con la misma medida con la que recibimos. Lo peor es que nos cuesta decir a los cuatro vientos "se lo pedí al Señor y Él me lo concedió", quedarnos con aquello que debemos compartir, es no glorificar a Jesucristo. Debemos declarar con autoridad para gloria de Dios lo que de Dios recibimos.

San Pablo decía: "Orad por mí, a fin de que al abrir mi boca me sea dada Palabra para dar a conocer con denuedo el misterio del evangelio, por el cual soy embajador en cadenas; que con denuedo hable de Él, como debo hablar" (Efesios 6:19-20). No quiero sacar el texto de su contexto, pero hay una enseñanza que flota de este versículo, san Pablo expresa que debe hablar con denuedo y, ¿qué es esto? Hablar con denuedo es hacerlo con autoridad, es pararse y pregonar sin miedo, con convicción el mensaje del evangelio. Esto se aplica a nosotros en el tema que nos ocupa de la siguiente manera. Muchas veces nos quejamos de que no tenemos que decirle a los no conversos, y le pregunto, ¿porqué no empieza hablando de lo que Dios hace en su vida diariamente? ¿Porqué reparamos tanto en dar testimonio de las señales que Dios continúa realizando en medio nuestro? 

El testificar es un signo de la presencia del Espíritu en la vida del creyente. Hoy más que nunca hace falta la palabra que esté sazonada con una porción de Fe, porque gracias a Dios, para dar de comer a los necesitados se nos han sumado muchas instituciones, pero para hablar de Jesucristo a las vidas no, siguen haciendo falta los profetas y pregoneros del Reino. 

Como creyentes de hoy, debemos atrevernos a pasar de la quietud y contemplación mística, de la petición y petición personal y colectiva, al anuncio activo de los prodigios que Dios realiza en nuestras vidas. Debemos dejar de empeñarnos en convertir nuestro devocional diario en un rosario de quejas y peticiones, sin poco tiempo para la alabanza y la adoración; pero sobre todo, debemos empezar a orar correctamente, orar con propósito, orar como conviene y entonces, sólo entonces, aun aquellas pequeñas cosas que pongamos a los pies del Maestro con fe y perseverancia, por insignificante que parezcan, el Señor las concederá. 

Fiémonos del Nombre de Cristo, Soberado de los reyes de la tierra, ¿hay algo imposible para el vencedor de la muerte? A Él la gloria y el poder, por los siglos de los siglos. Amén. 

Mons. + Abraham Luis Paula