La Cruz y la Verdad: Una Respuesta Católica Frente al Relativismo y el Falso Ecumenismo

30.09.2024

"A unos Dios les da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otros, por el mismo Espíritu, palabra de conocimiento; a otros, fe por medio del mismo Espíritu; a otros, y por ese mismo Espíritu, dones para sanar enfermos; a otros, poderes milagrosos; a otros, profecía; a otros, el discernir espíritus; a otros, el hablar en diversas lenguas; y a otros, el interpretar lenguas" (1 Corintios 12:8-10).

Que el Espíritu divino, fuente inagotable de gracia y poder, nos envuelva con su aliento vivificante, haciendo que exhalemos la plenitud de sus sagrados dones. Que su presencia nos fortalezca en lo más profundo del alma, edificándonos en la verdad y en el amor, para que, revestidos de su luz, podamos enfrentar con valentía el santo combate en defensa de la Fe. Que nuestra lucha no sea solo de palabras, sino de espíritu y vida, siempre guiados por Su infinita sabiduría y celestial poder. Amén.

Comienzo con esta oración al Espíritu Santo, ya que solamente Él puede poner la luz en nuestras mentes y corazones, Él, que derrama la abundancia de sus dones sobre todo ser viviente y de manera aún más especial sobre el hombre redimido por la sangre de Cristo, es capaz abrir nuestro entendimiento y ayudarnos a reconocer las señales que acontecen en nuestros días.

Las señales de los tiempos según la enseñanza de Cristo 

De Jesús, nuestro Salvador escuchamos la sentencia: "Aprendan de la higuera esta lección: Tan pronto como se ponen tiernas sus ramas y brotan sus hojas, ustedes saben que el verano está cerca. Igualmente, cuando vean todas estas cosas, sepan que el tiempo está cerca, a las puertas" (Mateo 24: 32-33).

Podemos decir que el tiempo del que habla Jesús en la parábola de la higuera (Mateo 24:32-33) parece acercarse con mayor inminencia, ya que las señales descritas en las Escrituras se manifiestan cada vez con más frecuencia. Como escribió Pablo: "Sabemos que toda la creación gime a una, y está con dolores de parto hasta ahora" (Romanos 8:22), lo que nos recuerda que estas señales forman parte del plan divino. En el mismo capítulo de Mateo, Jesús nos advierte sobre el 'horrible sacrilegio', refiriéndose a lo que ya había anunciado el profeta Daniel. Este profeta habló de dos sacrilegios: el primero, cometido por Antíoco Epífanes, el sirio, quien atacó y destruyó Jerusalén. En su libro escribió: "De su parte se levantarán tropas, profanarán el santuario-fortaleza, abolirán el sacrificio perpetuo y establecerán la abominación de la desolación" (Daniel 11:31). Estos eventos nos invitan a la reflexión y a estar vigilantes, tal como Cristo nos insta: "Velad, pues, porque no sabéis a qué hora ha de venir vuestro Señor" (Mateo 24:42).

La historia confirma que Antíoco Epífanes asoló Jerusalén en el año 170 a.C., durante lo cual más de 100.000 judíos fueron asesinados. Interrumpió los sacrificios diarios del templo, profanando el altar al ofrecer sangre y caldo de cerdo, y erigió una estatua de Júpiter para que fuese adorada en el lugar santo.

Sin embargo, en el pasaje que he citado, el Señor se refería claramente a una segunda profanación mencionada por el profeta Daniel (Daniel 12:11). Según algunos teólogos, esta futura profanación consistirá en la instalación de una estatua o imagen del Anticristo en el tercer templo de Jerusalén. Cabe señalar que este templo aún no ha sido construido, lo que convierte este hecho en una profecía pendiente de cumplimiento. No obstante, es sabido que Israel ya está preparando todo lo necesario para su construcción. Informes recientes mencionan la creación de utensilios sagrados y la capacitación de sacerdotes para los futuros rituales. No podemos ignorar que el Israel histórico, como pueblo de Dios, guarda una relación profunda con la Iglesia de Cristo. Por ello, es esencial analizar los acontecimientos actuales y los cumplimientos proféticos a la luz de las Escrituras, tanto para Israel como para las señales del fin de los tiempos.

Israel y la Iglesia en el Plan de Salvación 

El apóstol san Pablo habla de esta conexión misteriosa entre el Israel histórico y la Iglesia de Cristo, al hablar a los gentiles diciendo: "Ahora pregunto: ¿Acaso tropezaron para no volver a levantarse? ¡De ninguna manera! Más bien, gracias a su transgresión ha venido la salvación a los gentiles, para que Israel sienta celos.

Pero, si su transgresión ha enriquecido al mundo, es decir, si su fracaso ha enriquecido a los gentiles, ¡cuánto mayor será la riqueza que su plena restauración producirá!

Me dirijo ahora a ustedes, los gentiles. Como apóstol que soy de ustedes, le hago honor a mi ministerio, pues quisiera ver si de algún modo despierto los celos de mi propio pueblo, para así salvar a algunos de ellos. Pues, si el haberlos rechazado dio como resultado la reconciliación entre Dios y el mundo, ¿no será su restitución una vuelta a la vida? Si se consagra la parte de la masa que se ofrece como primicias, también se consagra toda la masa; si la raíz es santa, también lo son las ramas" (Romanos 11: 11-16).

En consonancia con este texto del apóstol san Pablo, podemos deducir que, al igual que a través de la Nueva Alianza, la Alianza establecida con Abraham ha alcanzado la universalidad originalmente prevista en el llamado de Abrán (cf. Gn 12:1-3), podemos afirmar que la Iglesia, sin Israel, corre el riesgo de perder su lugar en la historia de la salvación. La promesa hecha a Abraham no solo abarcaba a su descendencia directa, sino que anunciaba la bendición para todas las naciones, lo cual encuentra su cumplimiento pleno en Cristo y en la Iglesia (cf. Gál 3:8, 16). Del mismo modo, Israel, sin la Iglesia, quedaría en peligro de aislarse y perder de vista la consumación de la promesa en el Mesías.

En este contexto, podemos entender que la relación entre Israel y la Iglesia está profundamente entrelazada, ya que ambos participan del plan de salvación revelado por Dios a lo largo de la historia. La Alianza con Israel no ha sido abolida, sino que ha sido renovada y universalizada en Cristo (cf. Rm 11:17-18), lo que muestra la interdependencia entre ambos. Desde la perspectiva patrística, los Padres de la Iglesia veían a Israel como el olivo cultivado al que la Iglesia ha sido injertada, destacando la continuidad del plan salvífico de Dios (cf. Orígenes, San Agustín). Así, Israel y la Iglesia permanecen unidos por la Alianza, cumpliendo roles complementarios en el designio de Dios para la humanidad.

El horrible sacrilegio, la apostasía y la manifestación del hijo de perdición

He considerado importante abordar este punto, ya que, a la luz de los tiempos que vivimos, no podemos restringir nuestra atención a ciertos aspectos aislados de la Iglesia. Nuestra visión debe ser amplia y elevada, permitiéndonos discernir los acontecimientos con mayor claridad. Como bien señala San Agustín, "discernir entre el bien y el mal es el primer grado de la sabiduría" (Comentarios sobre los Salmos, Salmo 118, Sermón 20). Esto nos invita a estar atentos, vigilantes, a no ignorar los signos que nos rodean, especialmente en estos tiempos de incertidumbre. Hay, sin duda, interpretaciones válidas, como aquella que sugiere que el "horrible sacrilegio", en el contexto del fin de los tiempos, se refiere a la irrupción de una figura o sistema que se opone abiertamente a la revelación divina.

Tal oposición a la verdad de Dios puede manifestarse de diversas maneras, como señala san Pablo en su carta a los Tesalonicenses: "Que nadie os engañe en ninguna manera, porque no vendrá sin que antes venga la apostasía, y se manifieste el hombre de pecado, el hijo de perdición" (2 Tesalonicenses 2:3). Esto es algo que podríamos estar presenciando en nuestros días, y es la Escritura la que debe seguir guiándonos en este proceso de discernimiento. Precisamente, este pasaje nos alerta de una apostasía y de la manifestación de un personaje que buscará usurpar el lugar de Dios.

No necesariamente se tratará de alguien que se proclame abiertamente como Dios, sino de quien, asumiendo prerrogativas divinas bajo el pretexto de ser su representante, podría distorsionar el mensaje del evangelio. Tal figura, con enseñanzas que parecen promover el "bien común" o un mensaje moralmente aceptable, podría introducir sutiles desviaciones que desvirtúen el depósito sagrado de la revelación de Dios en Cristo, confiado a la custodia de la Iglesia universal para su integridad y salvaguarda. Este enfoque, que algunos llaman 'moralismo humanista', disfraza la verdad con un lenguaje de tolerancia y bondad superficial, alejando el centro de la fe cristiana, que es Cristo mismo y su revelación divina. 

San Pablo declara que Cristo, al regresar, destruirá a este dirigente apóstata: "Entonces se manifestará aquel malvado, a quien el Señor Jesús derrocará con el soplo de su boca y destruirá con el esplendor de su venida" (2 Tesalonicenses 2:8). Esta descripción coincide con la figura presentada en Apocalipsis 13:11-14, donde se menciona una "bestia" que realiza grandes señales, incluso "hace descender fuego del cielo" y engaña a los moradores de la tierra.

Al considerar la figura de este líder religioso de notable influencia, es fundamental proceder con prudencia en nuestra interpretación y evitar apresurarnos a señalar nombres específicos. No obstante, es comprensible que se realicen comparaciones y se encuentren similitudes entre su modus operandi, según lo presenta la Biblia, y las acciones y enfoques del actual obispo de Roma, cuya conducta ambigua en cuestiones de fe suscita inquietudes legítimas. Esta singularidad en su comportamiento nos invita a una reflexión profunda y a un análisis minucioso, promoviendo un diálogo que trascienda las simples observaciones y nos conduzca a una comprensión más clara de las implicaciones de sus enseñanzas y decisiones en el contexto de la fe cristiana. 

Nuestro análisis se basa en el estudio del devenir confuso de sus enseñanzas y actitudes en cuestiones fundamentales, los cuales parecen estar más impregnados de filantropía que del verdadero sentir cristiano. Algunos ya han visto en él una representación del falso profeta mencionado en el Apocalipsis. Según el apóstol san Juan, tal personaje colaboraría con la bestia, el anticristo, en la instauración de un nuevo orden mundial, promoviendo una fusión de todas las religiones en una sola. Esta tendencia, aunque aparentemente busca promover la unidad, también puede llevar al cumplimiento de las profecías de la "Nueva Era" sobre "una sola religión para un nuevo gobierno mundial". 

San Agustín, en sus Homilías sobre la Primera Carta de San Juan a los Partos, nos advierte sobre la manipulación del mensaje del Evangelio por parte de aquellos que enseñan con el espíritu del anticristo, subrayando la necesidad de permanecer en estado de alerta: "Que nadie afirme: «No adoro a Cristo, pero adoro a Dios, su Padre». Todo aquel que niega al Hijo no posee ni al Hijo ni al Padre; y quien confiesa al Hijo, posee tanto al Hijo como al Padre". Nos exhorta a que "cada uno examine su conciencia; si se descubre amante del mundo, que cambie y se haga amante de Cristo para no convertirse en anticristo". El gran santo de Asís comprendió, iluminado por el Espíritu, que no es posible separar a Cristo del Dios Todopoderoso, lo cual es fundamental en el contexto del tema que nos ocupa. La Escritura y los santos nos instan a estar vigilantes y a discernir los tiempos con sabiduría, no importa cuán fuertes sean los vientos de confusión que soplen sobre el mundo, sabiendo que, en medio de las tormentas, la luz de Cristo —esa luz que es su gracia vivificante y su revelación suprema— nunca se apaga, y es precisamente ella la que mantiene encendida la esperanza en su triunfo definitivo.

Es importante aclarar que lo aquí expresado no tiene como finalidad juzgar la figura del obispo de Roma en sí misma. Todo lo contrario, se trata de señalar con discernimiento los peligros de las acciones y enseñanzas de la persona que actualmente ostenta ese cargo. La distinción entre la dignidad del patriarcado de Roma y las posibles equivocaciones de quien ocupa esa sede es esencial. No se trata de un juicio a la institución, sino de una advertencia sobre los desvíos que se apartan de la enseñanza de la Iglesia universal. La fe cristiana es única y verdadera, revelada plenamente en la persona de Cristo, y cualquier doctrina que desvirtúe esa singularidad corre el riesgo de comprometer la misión de la Iglesia.

Como nos recuerda San Pablo en su carta a los Gálatas: "Pero aun si nosotros o un ángel del cielo os anunciara otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema" (Gálatas 1:8). Este llamado a defender la pureza del Evangelio es una responsabilidad que recae sobre todos los cristianos, especialmente sobre quienes ostentan posiciones de liderazgo en la Iglesia. Ningún maestro de la Escritura, sacerdote u obispo está exento de sucumbir al error o de ser corrompido por propuestas alejadas de los objetivos centrales de la misión de la Iglesia, muchas veces presentadas por hombres cuya mente está, como dice San Pablo, "cauterizada" (1 Timoteo 4:2), es decir, endurecida y cerrada a la verdad de Dios. Para no sucumbir a tales desviaciones, debemos volver constantemente a las fuentes de la Revelación —la Palabra de Dios y la Tradición viva de la Iglesia— y rendirnos ante el señorío de Jesucristo. Solo así evitaremos ser contados entre los "anticristos", aquellos que, de forma consciente o no, se vuelven contrarios a Cristo y su misión salvadora. 

La respuesta de los Santos Padres ante Falsas Doctrinas 

San Cipriano, en su obra "De la Unidad de la Iglesia", nos advierte sobre el grave riesgo de desviarse de la verdad: "No puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por Madre" (De Unitate Ecclesiae, 6). De este modo, resulta evidente que no se puede ser plenamente hijo de Dios ni experimentar una relación auténtica con Él sin una vinculación activa con la comunidad de fe que es la Iglesia. El rechazo a formar parte del Cuerpo Místico de Cristo implica, de manera consciente o inconsciente, un acto de separación de la familia espiritual que Dios ha establecido. Esta afirmación representa una clara advertencia sobre el peligro que corren aquellos que creen que es posible mantener una relación con Dios sin la mediación de la Iglesia, tal relación sería incompleta y, en consecuencia, engañosa. Es por ello que la Iglesia debe permanecer fiel a la enseñanza apostólica, defendiendo con valentía el mensaje de salvación y evitando los peligros de comprometer su misión en aras de una unidad malentendida.

No podemos pasar por alto que la influencia acumulada por el patriarcado de Roma, por razones que no es necesario abordar aquí, lo ha convertido en un blanco ideal para aquellos que, desde las sombras, buscan distorsionar el mensaje auténtico de la fe. Esta posición de autoridad puede ser usada para introducir doctrinas ajenas a la enseñanza católica, desviando a los fieles de la auténtica misión de la Iglesia y alejando las almas del camino de Cristo. Es un peligro real, y por ello, las posturas y conductas de quienes ostentan el cargo de obispo de Roma deben ser evaluadas con el máximo rigor a la luz de la Escritura y de la Tradición. Asimismo, todos los líderes religiosos cristianos estamos llamados a ser cautelosos en nuestro ministerio, siendo fieles a Jesucristo, el Príncipe de los pastores. 

Quizá muchos de los que leáis esta reflexión os preguntaréis qué puede incumbirnos el ministerio de tal o cual patriarca de la Iglesia, obispo o sacerdote. Algunos podrían pensar que no es nuestro asunto, y en efecto, no lo sería si nuestra visión fuera individualista y sectaria. Pero nuestra realidad es diferente. Es fundamental recordar que el cuerpo de Jesucristo es uno solo, aunque la Iglesia se manifieste en una rica diversidad de carismas y tradiciones. San Pablo nos enseña: "Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo. Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo" (1 Corintios 12:12-13). Esta hermosa unidad nos invita a velar unos por otros con amor y a corregirnos mutuamente cuando sea necesario, recordando que cada miembro es valioso y esencial para el bienestar del Cuerpo de Cristo.

La convivencia de la Pentarquía en la antigüedad, con los patriarcados de Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén, nos ofrece un ejemplo claro de cómo las diversas porciones de la Iglesia deben colaborar y apoyarse entre sí en un espíritu de amor fraternal. Cada Iglesia particular tiene la responsabilidad de cuidar amorosamente de sus hermanos, y eso incluye el llamado a preservar en la integridad de la fe y corregir con caridad cuando sea necesario. Siguiendo el modelo de la Pentarquía, donde las Iglesias miembros velaban por la unidad de la doctrina, hoy también debemos estar atentos y cuidar que ninguna parte del cuerpo de Cristo se desvíe de la revelación divina contenida en el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, tal y como ha sido enseñado desde sus apóstoles hasta nosotros en auténtica Sucesión Apostólica de la doctrina.

Comprendemos entonces, que los intentos de intrusión de fuerzas contrarias al Evangelio en el papado se explican por el deseo de aprovechar el vasto poder moral y la influencia acumulada por esta institución a lo largo de los siglos. Por lo que es importante cuidar de no caer en el razonamiento simplista de que estos ataques ocurren únicamente porque el papado representa a la única y verdadera Iglesia de Jesucristo. Si bien el Patriarcado de Roma ha desempeñado un rol crucial en la historia del cristianismo, debemos recordar que la Iglesia de Cristo nunca se limitó a una sola jurisdicción o estructura eclesial. Ningún historiador serio hoy en día, comprometido con la investigación tanto bíblica como de fuentes históricas y teológicas, se atrevería a afirmar tal cosa. 

San Ireneo de Lyon, en su obra Adversus Haereses, afirma: "Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia. El Espíritu es verdad" (Adversus Haereses III, 24,1). Asimismo, San Ignacio de Antioquía nos recuerda que la unidad de la Iglesia no depende solo de la organización institucional, sino de la comunión en la fe y la enseñanza apostólica: "Donde está Cristo Jesús, allí está la Iglesia Católica" (Epístola a los Esmirniotas, 8).

El sentir de los Padres, inflamado por el Evangelio mismo nos enseña que la autenticidad de la Iglesia no reside en una sede o estructura particular, sino en la fidelidad a los fundamentos de la fe cristiana. Así, todos aquellos que siguen las enseñanzas de Cristo y de los apóstoles, y el sentir de los Padres compilado en los Concilios Ecuménicos, forman parte del Cuerpo de Cristo, independientemente de la estructura visible a la que pertenezcan. Así fue siempre entendido por todos en todo tiempo y lugar, y debe seguir siéndolo si en verdad nos consideramos católicos. 

Examinadlo todo...


En conclusión, las fuerzas que buscan influir sobre el papado no actúan por representar una amenaza a la auténtica Iglesia de Cristo, ya que, si bien la catolicidad romana es parte del Cuerpo Místico, no se limita a esta jurisdicción. Su interés radica en capitalizar la influencia moral que esta figura encarna para promover sus propias agendas. Un ejemplo claro de ello se presenta a principios del año 1991, cuando Bill Lambert, el nuevo director inglés de la Casa de Teosofía, declaró en un seminario celebrado en la oficina central de Boston titulado "Acontecimientos Posibles y Probables en el Futuro", que la Religión del Nuevo Orden Mundial debía ser establecida, guiando finalmente a todas las religiones existentes del mundo a una sola. En sus declaraciones, reveló también quién sería el líder designado para guiar esta colosal estructura religiosa global, un rol que, según sus propias palabras, lo convertiría en el Falso Profeta, del que tanto nos advierte el libro de Apocalipsis 13.

Lambert también reveló la importancia de la aparición del Anticristo, y algunas de las señales y maravillas que precederán a su aparición, estableciendo una economía global, gobierno, y religión. No es difícil deducir que, en su esfuerzo de establecer una Única Religión Mundial, el Anticristo únicamente puede ser ayudado por un líder religioso de gran renombre. Este líder será reconocido desde antes como una autoridad religiosa global, y actuará de acuerdo con el Anticristo, ¿quién fue escogido sin lugar a dudas? ¡El Papa Católico Romano!

Se planteó claramente en el citado seminario que, en el momento apropiado en la historia, el Papa visitaría el sector musulmán, cristiano, armenio y judío de Jerusalén para anunciar que todas las religiones deberían ser combinadas en una.

Los acontecimientos discutidos en aquel seminario parecen haber encontrado su momento de cumplimiento en el actual pontífice romano. Desde los primeros días de su pontificado ha sido contundente en sus declaraciones, en un video publicado en enero de 2016, donde compartió sus intenciones para el mes, declaró: "La mayor parte de los habitantes del planeta se declaran creyentes, esto debería provocar un diálogo entre las religiones. No debemos dejar de orar por el y colaborar con quienes piensan distinto… Muchos piensan distinto, sienten distinto, buscan a Dios o encuentran a Dios de diversa manera. En esta multitud, en este abanico de religiones hay una sola certeza que tenemos para todo: Todos somos hijos de Dios".

La visión ortodoxa sobre la filiación con el Dios Trino y Uno manifestado en Jesucristo


Es cierto que muchos defienden la idea de que, desde una perspectiva amplia de la Creación, todos somos hijos de Dios. Sin embargo, los cristianos reconocemos una realidad más profunda en la filiación divina, que nos lleva a distinguir entre ser "criatura" y ser "hijo". Si nos limitamos a afirmar que todo lo que respira tiene a Dios como Creador y, por ello, todos los seres humanos son automáticamente sus hijos, nos encontramos ante un argumento simplista y resbaladizo. Dios no se quedó al margen de los días de la Creación; al ver que los hombres, en su maldad, ignoraban sus amorosos designios, decidió encarnarse y manifestarse en Dios Hijo Redentor. Aquí radica el asunto clave: es por Cristo que Dios Padre abraza al ser humano adoptándolo por medio del agua y del Espíritu, injertándolo así plenamente en la vida de la Trinidad. De este modo el hombre es despojado de su estado natural y elevado a la dignidad de ser hijo de Dios. 

Es innegable que, como seres humanos llamados a buscar la paz y promover el amor, debemos ser conscientes de que todos compartimos el honor de haber sido creados a "imagen y semejanza" de Dios (Génesis 1:26-27). Sin embargo, aquellos que hemos recibido el don de la Fe verdadera, pura y sin mácula, estamos ardientemente convidados a predicar el Reino de Dios en Cristo, para que todo ser humano pase de ser "creatura" a ser "hijo" de Dios. Por esta razón Jesús y sus apóstoles, y los cristianos de todo tiempo y lugar han dado tanta importancia a la evangelización. Es necesario que todos los hombres conozcan a Cristo, único camino, verdad y vida. La Escritura lo enseña al afirmar que: "a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios" (Juan 1:12).

Debemos aceptar que no se pueden ilustrar las cosas espirituales con argumentos naturales que carecen de la iluminación que brota de la sabiduría divina. San Agustín lo expresó de manera clara cuando dijo: "Y ciertamente, para conocer estas cosas se necesita no una vista corporal, sino un ojo muy puro del alma, el cual, si es tal como debe ser, se logra sólo por medio de la fe, pues el justo vive de la fe" (De Trinitate, Libro I, capítulo 2, 4). La dimensión de nuestra relación con Dios trasciende su mismo acto creador; se trata de un don espiritual que solo se recibe a través de la fe y la gracia divina. La filiación con Él supera el simple hecho de practicar una religión; no consiste en lo que uno cree, ni en buenas obras o magníficas intenciones. Todo esto, por bueno que parezca, carece de significado si no está encauzado en su plan salvífico. Lo esencial para mantenernos lejos del error es conocer qué dice Dios mediante sus santos hombres en Su Palabra: "Que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios lo levantó de los muertos, serás salvo" (Romanos 10:9).

Ante los que caen en el error y llevan a otros a la perdición, San Agustín continúa diciéndonos: "Y si hay en ellos una centella de amor o temor de Dios, vuelvan al orden y principio de la fe, experimentando en sí la influencia saludable de la medicina de los fieles existente en la santa Iglesia, para que la piedad bien cultivada sane la flaqueza de su inteligencia y pueda percibir la verdad inconmutable, y así su audacia temeraria no les precipite en opiniones de una engañosa falsedad. Y no me pesará indagar cuando dudo, ni me avergonzaré de aprender cuando yerro" (De Trinitate, Libro I, capítulo 2, 4). En este pasaje, el santo de Asís nos advierte contra aquellos que enseñan sobre las cosas de Dios sin apoyarse en Su Palabra, corriendo así el riesgo de caer en falsedades. Nos llama a regresar siempre al fundamento de la fe en la Iglesia, donde la verdadera piedad puede sanar nuestra mente y guiarnos hacia la verdad inmutable. Con humildad, debemos estar dispuestos a indagar cuando dudamos y a aprender cuando erramos, siempre buscando la corrección en Dios. 

En relación a nuestra actitud ante las enseñanzas de quienes se alejan de la doctrina apostólica, el insigne Padre de la Iglesia, nos invita a tener una postura de discernimiento y fidelidad. Debemos, como cristianos, estar siempre dispuestos a cuestionar las enseñanzas que no concuerdan con la Palabra de Dios, y a buscar la verdad en la fe transmitida por el Cuerpo de Cristo. Como dice la Escritura, "es mejor obedecer a Dios que a los hombres" (Hechos 5:29), lo cual implica que, frente a ideologías que nos alejan de la verdad revelada por Cristo, debemos mantenernos firmes en la fe y no dejarnos llevar por cualquier viento de confusión.

Desde el comienzo del Génesis hasta la llegada del Mesías, Jesucristo, toda la narrativa bíblica se estructura en torno a la anticipación de su obra redentora. La consustancialidad entre Dios Padre y el Hijo es tal que resulta imposible hablar de uno sin aludir al otro. Como afirma el evangelista Juan: "Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer" (Juan 1:18). Por ende, sería un grave error afirmar que todos somos hijos de Dios sin reconocer a Jesucristo como el mismo Dios Hijo, nos dice San Pablo:

"Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación. Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten; y él es la cabeza del cuerpo que es la iglesia, él que es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la preeminencia; por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud, y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz" (Colosenses 1:15-20).

En nuestra actual realidad de salvación, en este tiempo de gracia que nos precede hasta la segunda venida de Cristo en las nubes, solo podremos hablar de Dios de manera adecuada si vemos aflorar el rostro de Jesús. Esta afirmación desmantela la falacia de que Dios es Dios para todos, sin importar la religión practicada. Para quienes se identifican como cristianos y lo son en esencia, esta noción nunca será aceptada, ya que para ellos el verdadero Dios no es un concepto etéreo que flota en el imaginario colectivo. El Dios revelado se manifiesta en Cristo; por consiguiente, Cristo es Dios y jamás podrá ser el Dios de quienes no le confiesen.

"Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna (Juan 3:16).

Profundicemos en la Encarnación, el pilar sublime sobre el cual se asienta la fe cristiana. En ella, el Dios de los siglos se revela en un rostro humano, concretándose en un lugar y un tiempo específicos de la historia de la creación. Dios no es mera esencia o un éter errante, sin nombre ni pertenencia; el verdadero Dios ha dado un paso decisivo hacia la humanidad. Aquellos que no acepten ni conozcan su plan de salvación podrían beneficiarse de su magnánima misericordia, pero jamás disfrutarán de la certeza de la redención que solo conocen quienes creen en su Hijo Jesucristo, Dios verdadero de Dios verdadero. Jesús es el Dios que salva.

En los venerables Credos, tanto el de los Apóstoles como el de Nicea, proclamamos que Jesús, el Hijo eterno del Padre, fue concebido por la obra del Espíritu Santo en el inmaculado seno de la Virgen María. Aquel que es eterno y trascendente, quien habita fuera del tiempo, eligió descender entre nosotros y asumió la condición humana, naciendo en la modesta ciudad de Belén, bajo el reinado de Augusto, el emperador de Roma. Este misterio de la Encarnación es el fulgor divino que irrumpe en la historia, señalando el advenimiento de la salvación para toda la humanidad.

Afirmamos, con toda la certeza de la fe, que en Jesús se unen la plenitud de la divinidad y la humanidad. Este misterio inefable, aunque incomprensible a nuestra razón finita, es la verdad absoluta que sostenemos con profunda reverencia. En su nacimiento se cumplieron las profecías antiguas, siendo la más gloriosa aquella del profeta Isaías que proclama: "He aquí, la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y lo llamará Emmanuel", que significa: "Dios con nosotros".

El apóstol Juan, en su evangelio, nos revela este prodigio en palabras llenas de majestuosidad: "El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros". ¡Qué grande es este misterio de amor! Aquel que era puro Espíritu, se hizo carne y, en palabras más sencillas, se mudó a nuestro vecindario. Y nosotros, testigos de su gloria, contemplamos la única gloria verdadera, llena de gracia y de verdad, desde la eternidad hasta la eternidad. Notemos, la única gloria verdadera.

En Jesús el Cristo se nos revela la plenitud del Dios-Amor, manifestándose como la encarnación de la gracia divina que anhela la redención de la humanidad. Si alguien desea alcanzar la salvación, solo hay un camino y una verdad que nos conducen a la Vida eterna: el Cristo, el Dios que se hizo presente en la plenitud de los tiempos. Como lo atestigua el apóstol san Juan, "Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí" (Juan 14:6).

Así, la invitación a seguir a Jesús no es solo un llamado a la fe, sino una apertura a la experiencia transformadora del amor divino que nos ofrece un encuentro profundo con el Padre. En este sentido, el camino hacia la salvación se presenta como un viaje de integración y plenitud en el abrazo amoroso de Dios.

Ecos contrarios a la Enseñanza del Evangelio: El Pacto Global y el Nuevo Humanismo


Es profundamente lamentable constatar cómo las enseñanzas de Jesús parecen reverberar como ecos lejanos de tiempos remotos. En los últimos años, numerosos han sido los esfuerzos del soberano de la Ciudad del Vaticano por impulsar una agenda que, lejos de fundamentarse en los principios genuinamente cristianos, parece estar alineada con doctrinas de índole filosófica y humanitaria, con el evidente propósito de conferirle un reconocimiento oficial a nivel internacional.

Para el 14 de mayo de 2020, estaba programada la firma de un pacto global bajo el pretexto de ofrecer nuevas directrices educativas orientadas a la juventud. El objetivo central de esta iniciativa consistía en reunir en Roma a líderes de los principales sectores del mundo —político, humanitario, religioso, económico, cultural y científico— con la finalidad de suscribir una alianza denominada "Reconstruir el pacto educativo global".

Aunque el evento no pudo realizarse debido a la emergencia sanitaria provocada por la pandemia de Covid-19, este obstáculo no mermó la determinación de su promotor, quien ha continuado trabajando con tenacidad hasta el día de hoy para llevar a cabo este plan a nivel internacional.

Entre uno de los objetivos que el romano pontífice pretendía alcanzar en dicho pacto, se encontraba el de inculcar a las nuevas generaciones un nuevo humanismo: "Para comprender cuán urgente es el desafío que tenemos ante nosotros, debemos centrarnos en la educación, que abre la mente y los corazones a una comprensión más amplia y profunda de la realidad. Necesitamos un pacto educativo global que nos eduque sobre la solidaridad universal, un nuevo humanismo"(Papa Francisco).

Es motivo de profunda sorpresa y consternación constatar cómo se habla de un "nuevo humanismo", como si el humanismo cristiano, que ha sido el fundamento espiritual y moral de la civilización occidental durante siglos, ya no fuera pertinente. Cristo, el Hombre Nuevo, cuyo sacrificio y resurrección ofrecieron la renovación de la humanidad y el acceso a la verdadera libertad mediante la luz de sus enseñanzas y el poder de su ejemplo, parece hoy reducido a un mito distante, confinado a los ecos de la historia. Esta relegación de los principios cristianos no solo resulta preocupante, sino también reveladora de una tendencia hacia la desvinculación de lo trascendente. Se sustituye así una visión redentora del ser humano, hecho a imagen de Dios, por una concepción meramente secular y terrenal, ajena al sentido profundo de la gracia y la redención.

La Corrupción de la Agenda Verde, el culto a Gaia y la Agenda Global 


"Debemos asegurarnos de que en este pueblo nazca una convergencia global para una alianza entre los habitantes de la tierra y la "casa común", para que la educación sea creadora de paz, justicia y aceptación entre todos los pueblos de la familia humana, así como de diálogo entre sus religiones. Un pueblo universal, pero también un pueblo personal, de cada uno" (Obispo de Roma, 2019).

Ahora emerge con claridad otro aspecto preocupante: la mención reiterada de conceptos como "casa común", "diálogo entre religiones" y "pueblo universal". No podemos pasar por alto que, unos años antes, el 4 de septiembre de 2014, el "patriarca de Occidente" recibió en el Vaticano al expresidente de Israel, Simón Peres, quien le propuso presidir una nueva Organización de Religiones Unidas, lo que él denominó "una ONU de las religiones". Esta idea, en la que el obispo de Roma encabezaría dicha organización, parece resolver superficialmente el llamado "diálogo entre religiones". Sin embargo, no nos dejemos engañar: lo que realmente se gestaría bajo esta premisa sería una dictadura religiosa, en la que aquellos que no se adhieran a sus postulados serían objeto de persecución.

El recurrente concepto de la "casa común" fue introducido con mayor fuerza durante el reciente Sínodo sobre la Amazonía, celebrado del 6 al 27 de octubre de 2019. En ese marco, se llevó a cabo, en el corazón mismo de la cristiandad católica, un acto de adoración de latría a una imagen de la Pachamama, un símbolo del culto pagano a la Madre Tierra. En ese acto, se rindió homenaje a la criatura en lugar de al Creador, lo cual constituye una flagrante idolatría.

El Cardenal Müller expresó con claridad esta preocupación en varias declaraciones a medios alemanes, afirmando: "Una cosmovisión basada en mitos y en el ritual mágico de la 'Madre Naturaleza', con sacrificios a 'dioses' y espíritus que nos infunden temor o nos seducen con falsas promesas, no puede ser un enfoque adecuado para acoger la venida del Dios Trino en Su Palabra y en el Espíritu Santo".

Al analizar el documento final del Sínodo de la Amazonía, encontramos afirmaciones inquietantes, como la caracterización de esta región como un "locus teológico". El documento sugiere que la Amazonía, con sus culturas y tradiciones ancestrales, se presenta como un lugar privilegiado de revelación divina. Sin embargo, según la fe cristiana, Jesucristo es la revelación completa y definitiva de Dios para el mundo (cf. Jn 1:14; Heb 1:1-3). La Tradición de la Iglesia sostiene que no puede haber nuevas revelaciones tras Cristo. Por lo tanto, la idea de considerar la Amazonía como un nuevo contexto teológico que ofrece una revelación adicional contradice esta enseñanza fundamental.

Además, el documento parece promover un enfoque sincrético al valorar las religiones indígenas como fuentes válidas de sabiduría y espiritualidad, ¿qué nos ilustra la Escritura en este sentido? Jesús comisionó a sus apóstoles a ir por todo el mundo y predicar el Evangelio a todas las naciones (cf. Mt 28:19-20). La evangelización implica compartir la verdad del Evangelio y llamar a la conversión, no simplemente validar creencias que no conducen a Cristo ni caminar junto a otros en un sentido superficial. Este enfoque de "acompañamiento", que se sugiere implícitamente, podría diluir la misión fundamental de la Iglesia de proclamar la verdad de Cristo en todo el mundo.

Tratemos otro asunto de gran calado que no puede quedar desapercibido: haber llevado en andas una imagen no cristiana, cargada de ofrendas, mecida y reverenciada en varios momentos de la celebración del evento. En este sentido, la Biblia nos dice: "No tendrás dioses ajenos delante de mí", dice el Señor Dios, como el primero de los mandamientos (Ex 20:3). Entregado originalmente a Moisés y al pueblo hebreo, este mandato sigue siendo válido para todas las personas y todos los tiempos. Dios nos dice: "No se tallarán ídolos en forma de nada en el cielo arriba, o en la tierra abajo, o en el agua debajo de la tierra; no te inclinarás ante ellos ni los adorarás" (Ex 20:4-5).

El obispo de Roma, junto con aquellos que integran su círculo más cercano de influencia, parece haber considerado que no existía un símbolo más adecuado para representar la "casa común" que el de la Pachamama, la Madre Tierra, quien, según este enfoque, acoge a todos los seres vivos. Resulta notable que, habiendo innumerables símbolos cristocéntricos para abordar la cuestión de la creación y del cuidado del planeta, se haya optado por una figura asociada a cultos precristianos. La tierra, ciertamente, es lo más común que comparten todos los seres humanos, lo que facilita que muchos se unan en una veneración que exalta a quien los sostiene y provee de sus frutos. Sin embargo, este resurgimiento del culto a la "diosa de la Tierra", presente en múltiples religiones paganas antiguas, se presenta hoy como una sutil amalgama de ciencia, paganismo, misticismo oriental, wicca y feminismo.

La premisa fundamental de la corriente pagana contemporánea es la siguiente: "somos parte de la naturaleza, y la naturaleza es parte de nosotros; por lo tanto, Dios es una extensión de nosotros, está en todas partes, y todo lo que existe es divino". Esta creencia, profesada por influyentes líderes en los ámbitos medioambiental, político, científico y religioso, parece haber permeado todos los niveles de poder dentro de las Naciones Unidas y ha llevado a muchos de sus defensores a ocupar posiciones destacadas en varios gobiernos. Podría considerarse, con razón, como uno de los cultos más insidiosos y peligrosos que existen en el mundo actual.

Este fenómeno es conocido como el culto a Gaia, que yace en el núcleo de la Agenda Verde Global. Conceptos como el Desarrollo Sostenible, la Agenda 21, la Carta de la Tierra y la teoría del Calentamiento Global son instrumentos de los seguidores de Gaia, quienes persiguen el objetivo de "salvar a la Madre Tierra" de lo que consideran su plaga humana. Los gaianos han logrado unificar el movimiento ecologista, la nueva era, las religiones orientales, las Naciones Unidas e incluso a líderes de diversas denominaciones cristianas bajo esta nefasta forma de paganismo moderno.

Si prestamos atención a la reciente encíclica Laudato Si' del obispo de Roma, notaremos que, aunque la personificación de la Tierra, presente también en la Biblia a través de recursos literarios, es una constante en sus palabras, en este texto adquiere una resonancia particular. La diferencia clave radica en la distinción entre el Creador y su creación, la cual se ve comprometida por una sutil invitación a reverenciar la naturaleza de un modo que podría rozar la veneración reservada exclusivamente para Dios. La enérgica llamada a la acción por el bienestar ambiental podría llevar a algunos a priorizar el cuidado de la Tierra por encima de los principios espirituales fundamentales. Esta inclinación parece un regreso a una espiritualidad que, en ocasiones, se asemeja a prácticas paganas o animistas, donde lo material y lo espiritual se entrelazan de tal forma que resultan incompatibles con la enseñanza cristiana sobre la redención y la trascendencia.

En Laudato Si', también se vislumbra un mensaje que guarda similitudes con la teoría de Gaia, donde se presenta la acción humana como profundamente dañina para la naturaleza. El texto señala: "Nunca hemos maltratado y lastimado nuestra casa común como en los últimos dos siglos" (Laudato Si', 53). Y añade: "Las predicciones catastróficas ya no pueden ser miradas con desprecio e ironía. A las próximas generaciones podríamos dejarles demasiados escombros, desiertos y suciedad. El ritmo de consumo, de desperdicio y de alteración del medio ambiente ha superado las posibilidades del planeta, de tal manera que el estilo de vida actual, por ser insostenible, sólo puede terminar en catástrofes" (Laudato Si', 161).

Si bien es innegable que el ser humano tiene la responsabilidad de cuidar la Creación, no todo el cambio climático puede atribuirse exclusivamente a su intervención. Desde tiempos remotos, antes de que el hombre tuviera la capacidad de causar un impacto significativo en la Tierra, ya se conocían los ciclos de cambio estacional y las variaciones climáticas.

El discurso en la encíclica es enérgico, está cargado de ideología más que de un análisis científico profundo, y carece de una propuesta sólida desde la perspectiva cristiana sobre el verdadero papel del hombre en la Creación. El enfoque sería más eficaz si se predicara el amor a Dios, y como consecuencia, el respeto y el cuidado hacia todo lo creado. Invertir este orden, promoviendo el amor desmesurado a la naturaleza como si fuera divina, nos lleva a un terreno pagano y retrógrado, propio de culturas que no han alcanzado el nivel de reflexión teológica ni la apertura científica necesarias para enfrentar estos desafíos con una visión equilibrada y fiel a la enseñanza de la Escritura.

La ética ambiental cristiana

Una auténtica ética ambiental cristiana se distingue radicalmente de las corrientes naturalistas y panteístas en su fundamento teológico. Esta ética se arraiga en la verdad de que Dios es el Creador de todo lo visible e invisible, y el hombre, portador de su imagen, ha sido designado como su administrador en la tierra. No estamos hablando de una divinidad inmanente que se funde con la naturaleza, como afirman las doctrinas panteístas, sino de un Dios trascendente, que existe por encima y más allá de la creación. La Escritura nos recuerda esta verdad en varios pasajes: "En el principio, creó Dios los cielos y la tierra" (Génesis 1:1); y en Job, donde el Señor interroga al hombre sobre los misterios de la creación, revelando así su dominio y sabiduría (Job 38-41). Como también señala el apóstol Pablo: "Porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, visibles e invisibles" (Col 1:16-17). Todo lo creado tiene su fuente en Dios, y como tal, su valor es intrínseco.

San Basilio Magno dice: "El cielo, la tierra y todo lo que en ellos hay no existen por casualidad, sino que fueron ordenados por la sabiduría de Dios" (Hexaemeron, Homilía I, 2). A partir de esta premisa, podemos comprender que la naturaleza posee un valor que no deriva simplemente de su utilidad para el hombre, sino de su propio origen divino. Cada ser creado, desde una roca hasta un árbol o un animal, merece nuestro respeto, no como un ente sagrado en sí mismo, sino porque fue formado por la mano de Dios para cumplir un propósito en el orden de la creación. Por tanto, el hombre, como administrador de esta obra divina, tiene el deber de cuidar y proteger la naturaleza, no desde una perspectiva idolátrica, sino con una reverencia que reconoce a Dios como el Creador supremo. 

Una vuelta a los días de la ignorancia: La idolatría y la apostasía en la Iglesia moderna

Podemos afirmar, aunque con profundo pesar, que la apostasía ha mostrado su rostro con una audacia alarmante en estos últimos tiempos. La veneración rendida al símbolo pagano de la Pachamama, primero en los Jardines del Vaticano, luego en la misma basílica de San Pedro, y más tarde en la iglesia de Santa María en Traspontina, ha marcado el inicio de una inclinación hacia lo que parece ser la preparación para una nueva "deidad" que guiaría a la humanidad hacia una Gran Religión Mundial, un concepto que, bajo una fachada de inclusividad y diálogo, oscurece los pilares fundamentales de la fe cristiana.

Cada uno de los citados acontecimientos no constituye un hecho aislado, sino que debe ser visto como parte de una agenda mucho más amplia que, de manera sutil pero decidida, desvía el corazón de los fieles de la adoración del único Dios verdadero hacia la exaltación de lo creado, en detrimento del Creador. Como advirtió San Agustín en sus Confesiones, "Si amas a la criatura y no al Creador, perecerás con lo que perece". La idolatría, en sus formas más antiguas o contemporáneas, sigue siendo una amenaza real para la pureza del culto debido únicamente a Dios.

Ante estos acontecimientos, debemos permanecer firmes en la fe, recordando las palabras del apóstol san Pablo: "Porque vendrá tiempo cuando no soportarán la sana doctrina, sino que, teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias" (2 Timoteo 4:3). Es necesario que seamos cuidadosos y atentos, evitando que el engaño, vestido de espiritualidad moderna o de respetabilidad ecológica, oscurezca en nosotros la enseñanza que hemos recibido de Cristo, de los Apóstoles y de los Santos Padres. En un mundo que se aparta de la auténtica fe, velar y discernir se convierte no solo en una responsabilidad, sino en un acto de amor hacia Dios y hacia su Iglesia. No nos dejemos arrastrar por los vientos de doctrina, sino que permanezcamos arraigados en la roca firme que es Cristo. 

Otra "perla del mismo collar" lo conforma la Fe Bahá'í, que hoy se aloja plácidamente en el seno de las Naciones Unidas, como una de las religiones monoteístas más jóvenes e independientes del mundo. Sin embargo, no podemos, bajo ningún concepto, pasar por alto sus ambiciosos objetivos. Al adentrarnos en su doctrina, nos sorprende descubrir cómo emergen las inconfundibles armonías que conforman esta tentadora, pero envenenada, polifonía: "la casa común", "un dios para todos", "todas las religiones son caminos para llegar a Dios".

Fundada en Irán en 1844, la Fe Bahá'í ha crecido hasta contar con más de cinco millones de adherentes en 236 países y territorios, abarcando una rica diversidad de antecedentes nacionales, étnicos y religiosos. Este movimiento, que se presenta como un faro de unidad y paz, propugna la idea de que todas las religiones son manifestaciones de una única verdad divina. Y así, detrás de esta fachada de concordia se esconden objetivos que pueden resultar insidiosos, entre ellos destaca la dilución de las particularidades de cada fe en un mar de relativismo.

Los bahá'ís enfatizan la importancia del diálogo interreligioso y la colaboración entre las diferentes creencias, afirmando que la humanidad está destinada a unirse en un solo cuerpo espiritual. La insistencia en que hay "un dios para todos" puede parecer un canto armonioso, pero socava la singularidad de la revelación cristiana, que señala a Cristo como el único camino para conocer y llegar al Dios verdadero. La promoción de esta visión difusa y homogénea de la divinidad, podría llegar a concretarse en leyes que lo rijan, convirtiéndose en un marco legal que, a largo plazo, actuaría como un verdugo para aquellos que desean seguir siendo fieles a los principios  revelados del Evangelio de Salvación.

Es fundamental, por tanto, mantener una actitud crítica y reflexiva ante esta emponzoñada polifonía que se despliega en el ámbito global. La Fe Bahá'í, al igual que Gaia y otras corrientes contemporáneas, deben ser examinadas con el rigor que merecen, asegurándonos de que nuestros corazones y mentes permanezcan firmes en las realidades de la fe en Cristo, sin sucumbir a la tentación engañosa que pretende alcanzar la paz de las naciones a través de una unidad superficial que ignora la profundidad de la revelación divina y la necesidad de proclamar a Cristo como el único mediador entre Dios y la humanidad.

Es sorprendente constatar que el tema central de estas corrientes religiosas fue claramente enunciado en la Agenda propuesta en Roma para 2020, donde se planteó la humanidad como una sola raza y se anunció el momento de su unificación en una sociedad global. Parece que todos entonan el mismo himno, lo que nos lleva a fijar nuestra atención en este signo. Las iniciativas actuales buscan reafirmar los principios fundamentales comunes a todas las religiones, al tiempo que revelan nuevas leyes y enseñanzas destinadas a establecer las bases de una nueva civilización global.

En este marco, se presenta una confluencia de religiones paganas que, bajo la excusa de la unidad y la fraternidad, podría derivar en una verdadera dictadura mundial. A este respecto, se ha enfatizado la importancia de la educación, sugiriendo que niños y jóvenes deben ser formados en estos nuevos principios. Al intentar inculcar en los más pequeños tales enseñanzas que se apartan del Evangelio, existe el riesgo de que estas generaciones lleguen a desconocer la sana doctrina y crezcan alejadas de la fe católica. Sin embargo, como cristianos, confiamos en la acción del Espíritu Santo, cuya presencia, ya sea en el susurro apacible o en el estruendo de lenguas de fuego, haría ebullir en el corazón de los elegidos un anhelo tan profundo por Dios que les guiaría sin tropiezo hacia la verdad.

Situándonos en tiempo y espacio


Amados hermanos en Cristo:

Hasta este momento, hemos procurado ofreceros una visión panorámica de los acontecimientos que, en los últimos años, han evidenciado una fractura en la presentación del mensaje de salvación según la tradición cristiana. A lo largo de este recorrido, he respondido con argumentos bíblicos, patrísticos y, por tanto, teológicos, al respecto de esta situación. Nuestra investigación ha profundizado hasta identificar las convergencias entre el pensamiento del cristiano occidental contemporáneo y las teorías y religiones de reciente aparición en el mundo.

Este material, elaborado desde finales de 2019, abarca un análisis que se extiende desde enero de 2016 hasta abril de 2019. Por prudencia, decidimos no hacerlo público en su momento, compartiéndolo únicamente con algunos hermanos muy cercanos. Sin embargo, tras observar las recientes declaraciones del romano pontífice en Singapur, en septiembre de este año 2024, donde reafirma su tendencia teológica relativista y globalista, sin espacio para una interpretación fiel que reconozca a Jesucristo como el Dios encarnado, único camino al Padre y procurador de la paz verdadera; nos hemos visto en la responsabilidad, como Obispo de la Iglesia Católica, de expresar claramente nuestra posición ante estos temas de tanta trascendencia.

Con humildad y reverencia, presentamos esta reflexión, esperando que, como comunidades en Cristo y Novia del Cordero, continuemos perseverando en la fidelidad a la enseñanza eterna revelada en nuestro Salvador. Invitamos ahora a todos a poner vuestra atención, con el debido discernimiento, sobre algunas de las declaraciones más impactantes pronunciadas en Singapur. En ellas, se evidencia de manera clara y preocupante el desvío doctrinal que hemos venido señalando, y que requiere de todos una respuesta firme, basada en la Tradición. Que este análisis nos conduzca a mantenernos, unidos en un mismo sentir y un mismo espíritu. 

Reflexión sobre las declaraciones en Singapur 


"Todas las religiones son un camino para llegar a Dios. Hay diferentes idiomas para llegar a Dios, porque Dios es para todos. Sólo hay un Dios, y nuestras religiones son caminos para llegar a Dios. Uno es sij, otro, musulmán, hindú, cristiano; aunque son caminos diferentes" (Obispo de Roma. Singapur, septiembre de 2024).

"Esto es muy importante porque si empiezan a discutir: 'Mi religión es más importante que la tuya...' 'La mía es verdadera, la tuya no es verdadera...', ¿a dónde lleva esto? Todas las religiones son un camino para llegar a Dios (…) Y como Dios es Dios para todos, todos somos hijos de Dios" (Obispo de Roma. Singapur, septiembre de 2024).

Sabemos que no faltarán quienes intenten justificar estas palabras alegando que su propósito es la búsqueda de la paz entre las religiones, con la esperanza de que los conflictos religiosos, tantas veces causa de guerras, desaparezcan algún día. Este objetivo, a primera vista, resulta muy loable; de hecho, como cristianos estamos llamados a respetar la dignidad de todo ser humano, y en ello está implícito el derecho de cada persona a profesar la fe que haya escogido o recibido, como ya hemos señalado. Empero, debemos aclarar con firmeza que una cosa es promover la tolerancia religiosa, y otra muy distinta es afirmar que todas las religiones adoran al mismo Dios como Padre.

Hemos examinado detenidamente el peligro que encierra tal planteamiento, que lejos de promover la sana doctrina, desdibuja la revelación única y definitiva de Cristo. San Cipriano, Padre de la Iglesia, nos recuerda con contundencia: "Fuera de la Iglesia no hay salvación" (Carta 73, 21), subrayando que la unidad en la fe no es una opción más, sino un mandato divino. Por tanto, es fundamental discernir con sabiduría entre el respeto a la libertad religiosa y la tendencia a relativizar los cimientos del Templo del Espíritu Santo, es decir, la Iglesia. El auténtico amor al prójimo no consiste en igualar todas las creencias, sino en testimoniar, con humildad y convicción, la singularidad de Cristo como único Salvador y Señor.

El pasaje de 2ª de san Juan 1:7 — "Porque han invadido el mundo muchos seductores que no confiesan a Jesucristo manifestado en la carne. ¡Ellos son el Seductor y el anticristo!" — aborda una advertencia central en la teología joánica sobre los peligros del engaño doctrinal y la apostasía. En este versículo, el apóstol se refiere a aquellos que niegan la encarnación de Jesucristo, lo cual constituye una desviación grave de la fe en Él. Este tipo de negación, según san Juan, no es simplemente un error intelectual o teológico, sino una traición profunda al Evangelio, y quienes promueven tal doctrina son identificados con el "Seductor" y el "anticristo."

Al referirse a estos apóstatas como "seductores" y "anticristos", san Juan señala que sus enseñanzas no solo son falsas, sino que también activas en su capacidad de desviar a los creyentes. El "Seductor" y el "anticristo" son términos que, en la literatura del discípulo amado, se refieren a fuerzas que se oponen al reino de Dios, especialmente a través del engaño espiritual. En este caso, cualquier enseñanza que niegue a Jesucristo como verdadero Dios y verdadero hombre pertenece al espíritu del anticristo, porque es contraria al corazón del evangelio.

Es posible que algunos sostengan que en el evento que analizamos, no se ha negado explícitamente la divinidad del Señor Jesús, y esto es cierto en apariencia. Sin embargo, al considerar los hechos en su totalidad, notamos que es cada vez más recurrente la omisión. Parece ser que el evangelio de Jesucristo ya no es la respuesta definitiva a los problemas de la humanidad. Este relegamiento constante de su papel central —utilizado apenas como un matiz circunstancial en muchos mensajes pero jamás como el Autor y consumador de la Fe— es un síntoma alarmante, señal de un desvío que, a largo plazo, lleva inevitablemente hacia la apostasía. Porque sí, omitir la verdad sobre el Dios verdadero, Quien nos deja ver su rostro en Cristo y vive hoy en medio de su pueblo mediante el Espíritu Santo, es obra del "seductor" y el "anticristo".

No es concebible que un Pastor de la Iglesia de Jesucristo deje de proclamar, a tiempo y fuera de tiempo, la salvación que el amor de Cristo consumó en el Madero de la Cruz para nuestra redención, y que por ese mismo amor triunfó en la resurrección, dándonos vida, y vida en abundancia. Como nos recuerda el apóstol san Pablo: "Porque me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a este crucificado" (1 Corintios 2:2). 

"¿Cuánto mayor castigo pensáis que merecerá el que pisoteare al Hijo de Dios, y tuviere por inmunda la sangre del pacto en la cual fue santificado, e hiciere afrenta al Espíritu de gracia? Pues conocemos al que dijo: Mía es la venganza, yo daré el pago, dice el Señor. Y otra vez: El Señor juzgará a su pueblo. ¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!" (Hebreos 10:29-31)


Las señales de los últimos tiempos 

Todo lo que hemos desarrollado hasta aquí no es fruto de nuestra reflexión personal, podemos decir que, desde la antigüedad cristiana ya se advertía como una señal de los últimos tiempos. Los Padres de la Iglesia, y el propio libro del Apocalipsis, nos advierten de la manifestación de un sistema religioso y político que buscaría subvertir la verdadera fe y consolidar todas las religiones bajo una única estructura. En Apocalipsis 17:3-6, se nos presenta la figura de la gran ramera, "ebria de la sangre de los santos y de los mártires de Jesús", lo que indica no solo la persecución activa contra los creyentes, sino un cruento deseo de violencia contra el cristianismo.

Esta mujer, sentada sobre una bestia escarlata llena de blasfemias, está asociada a una entidad política, simbolizada por la bestia con "siete cabezas y diez cuernos", que aparece en Apocalipsis 13:1. Este monstruo, claramente identificado como el mismo poder opositor a Dios, refuerza la imagen de un sistema totalitario y blasfemo que intentará controlar el mundo entero bajo una única religión falsa.

La relación entre la mujer y la bestia puede interpretarse como una alianza en la que ambos se sustentan mutuamente. Mientras que la bestia provee a la ramera del poder y los medios para ejecutar su obra, esta, a su vez, promueve un sistema religioso perverso que apoya los intereses del poder político. Esta unión entre el Estado y la Religión no es nueva, y a lo largo de la historia hemos visto cómo las estructuras de poder se han aprovechado de la religión para consolidar su dominio.

Pero aquí la advertencia es clara: este sistema no solo se caracteriza por su rechazo a Dios, sino también por su blasfemia constante, usurpando para sí nombres y títulos que solo corresponden al Altísimo. Como señaló el profeta Daniel: "Hablará palabras contra el Altísimo, y a los santos del Altísimo quebrantará" (Daniel 7:25). Por lo tanto, esta gran ramera representa la culminación de un proceso que busca unificar al mundo en una religión que, lejos de promover el mensaje divino que irradia desde Cristo, hará del rechazo violento del cristianismo su principal característica.

La esperanza eterna para los fieles 

Empero, los renacidos por medio del agua y del Espíritu no debemos temer. Para todos aquellos cristianos que, velando en oración y permaneciendo firmes en las enseñanzas de Jesús, los apóstoles y los santos padres, no sucumben ante los engaños del anticristo ni su falso orden mundial, hay una esperanza eterna que nada ni nadie podrá arrebatar. Mientras el mundo se oscurece bajo la ilusión de una sola religión, un único gobierno y una sola moneda, los fieles seguidores del Buen Pastor contarán siempre con la asistencia de sus santos ángeles y la fortaleza divina en el momento de la prueba. A ellos, el Señor mismo les ha prometido: "He aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo" (Mt 28:20). Es así como están llamados a predicar la buena noticia de la salvación a todos los hombres, sin temor, conscientes de que sus nombres están inscritos en el libro de la vida, y que les espera el imperio junto a Jesús el Cristo, la Santa Virgen María y todos los santos en el Reino celestial que el Señor ha preparado desde la creación del mundo.

La misión de la evangelización

La evangelización, sostenida por la gracia de Dios, se convierte en el deber de todo cristiano que busca y ama a Dios. El fruto de esta misión es evidente en las prácticas de amor y misericordia para con todos los hombres, sin distinción de raza, lengua o religión, como nos enseñó el propio Cristo: "En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos con los otros" (Juan 13:35). Este amor que brota de los corazones que han sido redimidos, les asegura a los fieles su lugar en la gloria eterna, junto al Cordero.

Sabemos que, mientras estemos en este mundo, nos enfrentaremos a situaciones difíciles, incluso a la persecución y la muerte por causa del evangelio. Sin embargo, contamos con las promesas del Señor, que son un apoyo para nuestra fe: "Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de Aquel que nos amó" (Romanos 8:37). Este versículo subraya nuestra identidad como conquistadores —no como aquellos que, a través de la fuerza y la imposición, logran alcanzar sus objetivos—, hijos de Dios que trabajan en la noble misión de reflejar el rostro del divino Maestro, invitando a otros a descubrir su propia esperanza en Él. Con nuestra confianza en Jesús, enfrentaremos los desafíos, sabiendo que la victoria final ya ha sido asegurada en Él. Por lo tanto, sigamos adelante, alentándonos mutuamente en la fe y fortaleciendo en Aquel que es fiel y siempre cumple sus promesas.

La unidad auténtica: Reconociendo a nuestros hermanos

Ante el relativismo religioso, tenemos que responder con un verdadero ecumenismo cristiano. No el que intenta alcanzar la unidad por la absorción, como contemplamos muchas veces en la historia; ese nunca será portador del verdadero sentir de Cristo, sino el que busca en la diversidad lo esencial y, como resultado de ello, da frutos de fraternidad y hermandad. San Pablo nos dice: "haced completo mi gozo, siendo del mismo sentir, conservando el mismo amor, unidos en espíritu, dedicados a un mismo propósito" (Filipenses 2:2).

Para reconocer a nuestros hermanos en la fe, en primer lugar, es preciso que ellos tengan como fuentes de la revelación la Sagrada Escritura y la Santa Tradición. Estas venerables fuentes nutren la fe cristiana y orientan sobre lo que debe ser creído y practicado. En ellas, la doctrina de la Santísima Trinidad se despliega de manera admirable, constituyendo un pilar fundamental para discernir a una Iglesia que custodia celosamente la ortodoxia doctrinal. Un verdadero cristiano, en comunión con la Iglesia universal, afirmará que la Santa Biblia, junto con toda la teología que de ella emana, se integra plenamente en la espiritualidad cristiana y en el sentido patrístico de la trascendencia de Dios, quien, siendo una Esencia única e inescrutable, se ha revelado como Trinidad de Personas.

Así prosiguen los pasos que nos permiten identificar a un hermano en la Fe. Un hermano en Cristo reconoce que el Dios de la Sagrada Escritura es el "Dios viviente y operante", manifestado en Jesucristo y presente en el mundo a través del Espíritu Santo, por cuya acción única ha sido posible la Economía de la Salvación. Jesucristo, el concretum universale, el Universal hecho concreto, nació, padeció y murió en Palestina, logrando con su muerte, de valor impetratorio infinito, la redención del género humano, que yacía bajo el yugo de Satanás desde el primer pecado en el Paraíso Terrenal. Tan augusto sacrificio nos alcanzó el cielo, restituyendo la gracia de ser hijos de Dios a todos aquellos que creen en su Nombre.

Asimismo, los cristianos de todos los tiempos y lugares han conservado con esmero la práctica de los sacramentos, entre los cuales destacan universalmente dos: la Eucaristía y el Bautismo, este último recibido en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. La Eucaristía es el Sacramento de la unidad de la Iglesia, en el cual Cristo se ofrece como alimento y bebida de salvación, es en la Mesa del Señor donde se robustece la fraternidad entre los hijos de Dios. El Bautismo, por su parte, constituye la puerta de entrada a la Iglesia. En las aguas bautismales, el creyente es identificado con la muerte y resurrección de Cristo, recobra una conciencia limpia de pecado y es incorporado en la comunidad universal de quienes confiesan al Salvador del mundo.

Aquellos que, manteniéndose fieles a los rasgos identitarios de la catolicidad, sustentados en los venerables Credos —el de los Apóstoles y el Credo Niceno—, son llamados a desprenderse de pretensiones y percepciones erróneas de exclusivismo espiritual, deben unir sus fuerzas en defensa de la fe. Es crucial recordar que el adversario de nuestras almas no hará distinción entre unos y otros; por lo tanto, sin renunciar a nuestras tradiciones, visiones particulares, expresiones históricas o denominacionales, estamos convocados a orar juntos por la salvación de este mundo, implorando que se disipen las tinieblas y el engaño de Satanás. 

Tal como exhorta el apóstol San Pablo: "Esforzaos por preservar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación; un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos" (Efesios 4:3-6). No existe, por tanto, motivo alguno para considerar la diversidad de tradiciones y carismas en la Iglesia como signo de división, pues ni los apóstoles ni los santos padres lo entendieron de tal modo. Al contrario, debemos centrar nuestra atención en lo que nos une, pues estamos convocados a vivir como el Señor nos contempla: como un solo cuerpo, animado por un mismo Espíritu, partícipes de un mismo bautismo, sostenidos por una misma esperanza y una sola fe, bajo el señorío de un único Señor, Rey del amor y la verdad.

Saludo Apostólico

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Dios uno en sustancia y trino en personas; os saludo en la gracia y el amor de nuestro Señor Jesucristo, fuente de la vida eterna y de toda gracia celestial.

A vosotros, amados hijos de la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica, que sois el Cuerpo Místico de Cristo, extendido por los confines de la tierra, elevo mi corazón en acción de gracias al Altísimo, que, en su misericordia infinita, nos ha llamado a ser partícipes de la redención y custodios de la sana doctrina, transmitida de generación en generación desde los santos Apóstoles.

Que la paz, que supera todo entendimiento, descienda sobre vosotros como rocío de bendición, y que el Espíritu vivificante os guíe en todo momento, preservándoos en la autenticidad de la fe y en el poder de su fuerza, para que caminéis siempre en el resplandor de la santidad, siendo lámparas encendidas que brillen en este mundo, anunciando el Reino que no tiene fin.

Encomiendo a cada uno de vosotros al Corazón sagrado de nuestro Redentor Jesucristo, y os exhorto a seguir el ejemplo de la bienaventurada Virgen María, cumplidora fiel de la voluntad del Señor, a fin de que, unidos en la Comunión de los Santos, avancemos con paso firme hacia la consumación de todas las cosas en Cristo, quien es el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin.

A vosotros, benditos de Dios, os imparto mi bendición episcopal, en el Nombre de la Santísima Trinidad, rogando que permanezcáis siempre en su paz y en la luz de la Verdad.

Amén.

Mons. + Abraham Luis Paula Ramírez