Ascensión del Señor (A)
Homilía del Domingo de la Ascensión del Señor
Hech 1, 1-11, Sal 46, 2-3.6-9, Ef 1, 17-23 +Mt 28, 16-20
Amados hermanos: Hoy celebramos la fiesta de la Ascensión, el día en que Jesucristo regresó a su trono celestial para ser coronado como el Rey de reyes. Pero su posición como rey -a diferencia de los reinos de esta tierra o el ascenso a puesto de prominencia de cualquier índole- no fue ocupada a través de un golpe de estado, o por la mayoría le electores simpatizantes con un programa político, o mediante la coerción, la trampa, el engaño o el abuso de poder, que es precisamente a lo que nosotros estamos acostumbrados a ver "ascender" a este o el otro, sino porque Cristo fue fiel como Hijo y como esclavo de Dios. Es por ello que Dios Padre "le sentó a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro".
Pensemos en los discípulos, pudieron sentirse tristes en ese momento en que presenciaron la Ascensión de Cristo fue porque pensaron que Cristo los iba a abandonar, pero lo contrario es lo que sucede ya que Jesucristo en ese momento les promete que no los dejará solos y ni huérfanos, sino que les mandará el don del Espíritu Santo para que los siga guiando e instruyendo en todo lo bueno y necesario para llegar como Él a Dios.
Contemplamos a Cristo, el Señor resucitado, que victoriosamente asciende al Cielo. Al contemplarlo nuestros ojos se dirigen con firme esperanza hacia ese destino glorioso que Dios por y en su Hijo nos ha prometido también a cada uno de nosotros: la participación en la vida divina, en la comunión de Dios-Amor, por toda la eternidad (ver 2Pe 1,4; Ef 1,17ss). ¿Deseas la vida eterna? Sin dudas sé que deseas gozar de las mansiones celestiales en la compañía de la Trinidad y de todos los santos.
En esta solemnidad celebramos el fin de la peregrinación terrena de Cristo, Hijo de Dios vivo, consubstancial al Padre, que se hizo hombre para nuestra reconciliación. El ascenso del Señor victorioso permanece estrechamente vinculado a su "descenso" del Cielo, ocurrido en la Encarnación del Verbo en el seno inmaculado de la Virgen María, por obra del Espíritu Santo. La Ascensión, por la que el Señor deja el mundo y va al Padre (ver Jn 16,28), se integra en el misterio de la Encarnación y es su momento conclusivo. Aquel que se ha abajado, se eleva ahora a los Cielos, llevando consigo una inmensa multitud de redimidos.
Lo que ahora está dispuesto para nosotros por medio de la GRACIA, ese don inmerecido de Dios para los hombres que viven en Cristo, lo que es un regalo para los que creemos en Cristo, aquello que recibimos gratuitamente de Él, fue comprado a precio de sangre, de la única Sangre preciosísima de la que Escritura Sagrada hace mención, la Sangre del Cordero de Dios. ¿Qué vamos a responder ante tanto amor?
Mientras contemplamos nuestro destino glorioso no podemos menospreciar nuestra condición de viadores. Mientras estemos en este mundo, hay camino por recorrer. Por tanto, tampoco nosotros podemos quedarnos «allí parados mirando al cielo» (Hech 1,11), sino que hemos de "bajar del monte" y "volver a la ciudad" (ver Hech 1,12), volver a la vida cotidiana con todos sus quehaceres, con toda la a veces pesada carga de preocupaciones diarias, luchas internas, incoherencias, crisis de fe, susceptibilidades individuales que nos llevan al mal juicio, al fin y al cabo a la supervivencia física y también a la espiritual, porque desgraciadamente el panorama en el que nos encontramos es cada vez más complicado.
Sin embargo, aunque hemos de sumergirnos en las luchas de esta sociedad que va a la deriva, en la que todo está orquestado para que el hombre postmoderno se desconecte de Dios, se deshumanice cada vez más, imposibilitado intelectualmente de pensar por sí mismo, sumergido en la búsqueda del placer y por sobre todo en una tendencia cada vez más rebelde hacia su Creador, empeñándose con desfigurar su propia imagen… nosotros, los hijos de Dios en Cristo, el remanente, el rebaño del Buen Pastor, tampoco podemos perder de vista nuestro destino eterno, no podemos dejar de dirigir nuestra mirada interior al Cielo. ¡No perdamos de vista nuestra esperanza de gloria! Esta contemplación y anhelo por lo eterno, nos llenará de fuerza para seguir adelante.
Así hemos de vivir día a día este dinamismo: sin dejar de mirar siempre hacia allí donde Cristo está glorioso, con la esperanza firme y el ardiente anhelo de poder participar un día de su misma gloria junto con todos los santos, hemos de vivir intensamente la vida cotidiana como Cristo nos ha enseñado, buscando en cada momento impregnar con la fuerza del Evangelio nuestras propias actitudes, pensamientos, opciones y modos de vida, así como las diversas realidades humanas que nos rodean. Entonces, llegado el momento, ya sea en la Parusía o cuando nos llame a su presencia, por nuestra entrega y permanencia, a usanza de Cristo, galardonado por su obediencia a la voluntad de Dios, escucharemos la voz del pastor que nos dice: "Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme."
Esta contemplación y anhelo de los bienes del cielo nos es indiferente, todo lo contrario, es dinámico. Como seguidores de Cristo, estamos comprometidos con el hambriento y el sediento, no sólo de pan y bebida física, sino de hambre de Dios y sed de justicia. Estamos comprometidos con el forastero, no sólo en su andar desprovisto de un techo bajo el cual descansar, sino de aquel que no está en el sendero correcto, que no conoce a Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida. Estamos comprometido con el enfermo, no sólo el que adolece en su cuerpo por alguna afección, sino por aquel que tiene mórbido su entendimiento, cauterizada su conciencia, podrido su ser de odio, envidia y maldad. Estamos comprometidos no sólo con los que están presos en la cárcel y pagan por sus delitos, aún más con aquellos que están tras las rejas injustamente, si no por aquellos que son prisioneros de la codicia, de la brujería, el espiritismo, en definitiva, de satanás.
¿Cómo podremos acometer tal tarea? No tengamos miedo. Nos dice San Gregorio Magno: «El Señor arrastró cautivos cuando subió a los cielos, porque con su poder trocó en incorrupción nuestra corrupción. Repartió sus dones, porque enviando desde arriba al Espíritu Santo, a unos les dio palabras de sabiduría, a otros de ciencia, a otros de gracia de los milagros, a otros la de curar, a otros la de interpretar. En cuanto Nuestro Señor subió a los cielos, su Santa Iglesia desafió al mundo y, confortada con su Ascensión, predicó abiertamente lo que creía a ocultas». Somos la sal de la tierra, somos la luz del mundo, no estamos solos, nos asiste el Espíritu, echemos mano de los dones que de Él recibimos. ¡Aleluya!
Es maravilloso el privilegio que se nos otorga hoy, el Señor nos promete la fuerza de su Espíritu para que seamos sus Apóstoles, anunciadores de su Evangelio. Hoy nos convoca como un pequeño ejército de santos que con la fuerza de su Amor hemos de luchar con fin de restaurar lo que derrumba el pecado y la maldad, con el fin de devolver al mundo su equilibro, que llegue a ser más humano, más fraterno, más reconciliado, según el Evangelio de Jesucristo y con la fuerza de su gracia, sin la cual nada podemos hacer.
¡Es tan grande este día, tan glorioso! Es sin lugar a dudas el "día del envío", en el que se nos confía la Gran Comisión, ese encargo recibido por el Señor antes de su Ascensión: «Vayan, pues, y hagan discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que les he mandado», lo llevarán a cabo los Apóstoles una vez recibido el don del Espíritu Santo el día de Pentecostés. Este don de lo Alto da un impulso irreprimible a la acción evangelizadora de la Iglesia, no es cosa que concierna sólo a los ministros ordenados, incumbe a todo el sacerdocio real, a todos los que conforman la nación santa, el pueblo adquirido por Dios.
El reino de Dios anunciado por Jesús antes de morir, es también reafirmado por el Señor resucitado antes de subir a los cielos. Que nuestro anuncio de un reino de paz y justicia desde el amor cristiano sea siempre el centro de nuestra vida, la que sólo encuentra sentido en el servicio a Dios y cuyo fin es gozar de su presencia para siempre.
Amén. Que así sea.
Mons. Abraham Luis Paula