Jueves Santo: La Cena del Señor
Homilía del Jueves Santo
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Lectura del libro del Éxodo 12: 1-8.11-14
Salmo 115/116: 12-13. 15-16bc. 17-18
1ª Corintios 11: 23-26
+ San Juan 13: 1-15
Carísimos hermanos:
En este atardecer tan esperado por Jesús, antesala de la noche de la agonía y el temor, de la confusión y la desesperación, de los olivos testigos del sudor de sangre, de la traición y la cautividad… sabiendo todo aquello que le esperaba, no llama a sus amigos para victimizarse o quejarse, buscando ser compadecido o quizá que entre todos pudieran encontrarle alguna salida menos ignominiosa a su condena y ejecución. El Señor, colmado de mansedumbre y de paz, les convoca para lavar sus pies y, de esta forma, demostrarles cuánto los amaba y cuánto debían amarse, justo en la víspera de su Pasión, tal como tantas veces conmemoramos en la Santa Misa, estableció el sacramento admirable de nuestra fe: el Sacramento de la Eucaristía, o Comunión, por el cual todos los creyentes que participan del pan y el vino, toman parte de Su verdadero Cuerpo y Sangre.
Aproximadamente pasadas ya las cinco y media de la tarde, el Maestro cenó la Pascua de Yahveh con sus discípulos, siguiendo la antiquísima tradición judía narrada en el libro del Éxodo que hemos escuchado hoy: "En aquella misma noche comerán la carne. La comerán asada al fuego, con ázimos y con hierbas amargas" (Éxodo 12: 8). La comida ritual se lleva a cabo de forma minuciosa y pausada. Llegado el momento indicado, tras un lavado de manos de todos los presentes, Jesús tomó el pan ázimo, lo partió en trozos y sosteniendo su parte, les dijo: "Tomad, comed: esto es mi cuerpo". Sí, hablaba de su propio cuerpo, azotado vilmente y traspasado por los clavos y la lanza en su costado, su cuerpo entregado por nosotros, tomando el lugar de nuestro castigo en aquella hora de amargura infinita. Es por ello que aquel pan debía ser comido acompañado de unas hierbas amargas, signo del dolor, el abandono y el menosprecio.
Acabada la cena, se reparte una tercera copa, la copa de la bendición, llamada así porque se hacía con una fórmula especial, es conocida como la copa de la redención, y es con la que Jesús culmina la institución de la Eucaristía en la Última Cena: "Esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi Sangre, que se derrama por vosotros" (Lucas 22: 14). Sí, la única y preciosísima sangre de la que habla la Sagrada Biblia. Si bien Cristo entrega su cuerpo al martirio para alcanzarnos la salud de nuestro cuerpo mortal y su glorificación tras la resurrección, promesa de Dios dada por boca del profeta Isaías: "herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados. Por darnos la paz, cayó sobre él el castigo, y por sus llagas fuimos nosotros curados" (Isaías 53:5). Es con el derramamiento de su sangre en la Cruz, con la que rescata nuestra alma del Seol, como nos señala san Pedro: "sabiendo que no fuisteis redimidos de vuestra vana manera de vivir heredada de vuestros padres con cosas perecederas como oro o plata, sino con sangre preciosa, como de un cordero sin tacha y sin mancha, la sangre de Cristo" (1 Pedro 1:18-19).
Notemos cómo el Señor entreteje en esta cena ancestral su cena eucarística. Aprovecha los distintos momentos cultuales para dar un nuevo contenido salvífico a la milenaria observancia judía. Más aún, bien sabemos aquellos que seguimos sus gestos y enseñanzas que en aquel momento estaba dando plenitud a la Antigua Alianza: Él es el verdadero cordero pascual que ahora se ofrece una vez y para siempre sobre el altar de la Cruz. Esta nueva dispensación inaugurada con Su sangre es cumplidora de las promesas, dadora de los dones del Espíritu, hacedora del corazón humano un templo para Dios y promulgadora de la libertad plena. Definitivamente, las antiguas alianzas distinguidas por la Ley, la carne, la piedra y la esclavitud, fueron los caminos, voces y anhelos del pasado que, llegados a su fin en la Pasión —momento álgido donde es sacrificado el Amor—, quedaron obsoletos, y en su lugar, desde la Cruz al sepulcro vacío, Cristo da a luz la Vida sempiterna, resucitada y resucitadora.
¿Cómo no hemos de conmemorar nosotros, el pueblo de la Nueva Alianza, este Misterio de Fe?
A la luz de la santa Palabra que recoge el sentir apostólico, queda claro que esta Santa Cena es recuerdo, conmemoración y memorial, pero esta celebración va más allá que un simple recuerdo intelectual. "Haced esto en memoria de mí" (Lucas 22:19; 1 Corintios 11: 24-25), es anamnesis —término bíblico griego—, significa que el pasado es traído hasta el presente, y que de esta manera se convierte en impulso capaz de generar algo en el aquí y el ahora. Dicho de otro modo, esta acción dinámica se transforma en una representación de los pasados actos salvíficos de Cristo en el presente, tan poderosamente que los hace verdaderamente vigente en el momento en el que se evocan. Los cristianos de todos los tiempos y de diversas tradiciones han tomado el Cuerpo y la Sangre de Cristo, creyendo con todo su corazón, que mediante estos Dones se reciben los dos beneficios divinos de la muerte del Señor: la salud del cuerpo y la salvación del alma. Esto es posible por medio de la Fe.
La sangre de un cordero permitió que aquellos que creían en ella fueran protegidos de la ira de Dios. El ángel exterminador no hirió a los israelitas en Egipto que pusieron la sangre en el dintel y los postes de las puertas de sus casas. De la misma manera, aquellos que creen en el sacrificio de Cristo y son lavados por su sangre, aquellos que anuncian su muerte hasta que Él venga de nuevo en gloria, alzando la Copa de la Salvación e invocando su Nombre, no serán juzgados en su Augusto Tribunal. Cristo es el pan descendido del cielo, y de sus labios escuchamos: "Y esta es la voluntad del que me ha enviado: Que todo aquel que ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero" (Juan 6:40).
Tal es la importancia de la Fe para poder tomar parte del Banquete del Amor, que san Pablo nos dice: "Porque el que come y bebe indignamente, sin discernir el cuerpo del Señor, juicio come y bebe para sí" (1 Corintios 11:29). Podríamos hacernos varias preguntas que nos ayudarían a entender este dictum paulino: ¿quién se da por mí en este memorial? ¿Qué actitud del corazón debe acompañarme hacia el altar? ¿Qué espera el Señor de mí una vez esté en mí y yo en Él? No discernir el cuerpo del Señor en la Santa Cena es haber trivializado este momento sacratísimo, en tal medida, que nuestra participación llega a ser tan rutinaria, que ya no vamos al encuentro de Cristo en sacrificio de acción de gracias, como si fuera un derecho recibirle y no un privilegio. Nos falta el fuego de la oración interior, ya no sentimos conmoverse nuestro corazón. Todo ello podría deberse incluso a la seguridad que nos brinda la confesión sacramental antes de comulgar, habernos guardado de pecar, haber practicado la misericordia y la caridad con los que nos rodean, pero, ¿no sería esto haber caído en la meritocracia, estado enajenante y mercantil hacia lo divino? Tengamos cuidado, nadie merece sentarse a la Mesa del gran Rey sin haber sentido antes que no lo merece, si no nos arropa la humildad y la gratitud, vestidos con los cuales no puedes entrar a la celebración del Banquete.
Sólo los que por la Fe reconocen a Jesús en el Pan y el Vino, y festejan en su interior un culto racional, convencidos de que, únicamente cubiertos por la piedad del Señor que les llama, pueden acercarse a este Viático, verdadero remedio para el pecado, capaz de expulsar la culpa y la tristeza del corazón humano. Cuanto más indigno nos reconocemos en verdad, más deseoso nos espera el Señor, quien desde su Cuerpo y Sangre nos llama para santificarnos en su amor. Entonces experimentamos ese inigualable momento transfigurador, aquello que ya había sentido en su corazón san Pablo, cuando dijo: "Y me ha dicho: Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo" (2 Corintios 12:9).
No obstante, esto no queda solamente entre nosotros y Jesús; participamos todos como un solo cuerpo en el sacrificio de Jesús mediante la Cena del Señor. No debemos olvidar que participar de Su Comunión nos entrelaza místicamente con el hermano, pues: "siendo uno el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan" (1 Corintios 10:17). Siendo de una misma sustancia este Pan, que es para nosotros el Cuerpo de Cristo, así también los cristianos somos hechos en Él un solo pan, un solo cuerpo espiritual, la iglesia de Cristo, teniendo comunión con el cuerpo físico de Cristo cuando participamos de la Cena del Señor. Esto debería llevarnos a reflexionar que comer indignamente tiene un significado aún mayor. Está en relación con encarnar el evangelio en medio de nuestra comunidad, ¿asisto a la Eucaristía estando en comunión con el Anfitrión y con todos sus invitados? ¿Participamos en la Cena sabiendo que al día siguiente nos dedicaremos a perseguir nuestros propios intereses sin considerar en lo más mínimo a los demás? ¿Comemos la Cena sabiendo que pasados los días nuestro estilo de vida volverá a negar el mensaje del evangelio?
No puede existir una recepción adecuada del Banquete Eucarístico, si no somos conscientes de estar viviendo el amor fraterno. El Señor mismo nos ha dado el ejemplo y lo ha hecho hoy precisamente: "Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo". Ante sus discípulos sorprendidos y confusos ocurre una kénosis de la que poco se habla, Él se abaja ahora y lava los pies de aquellos sus amados. Este gesto no era habitual, porque Él era un rabí reconocido por el pueblo que hablaba con autoridad. ¿Cómo es posible que se incline ante mí el Señor del cielo y de la tierra, el todopoderoso y creador de los mundos?
Al terminar el lavatorio, Jesús regresa a la mesa y se dirige a ellos con el ánimo ardiente de dejarle su invaluable testamento. Él nos ha dado el ejemplo del amor que lleva al servicio, y espera que todos sus hermanos se distingan entre todos los hombres de la tierra por este sello de su pertenencia. Dice a Pedro: "Si no te lavo, no tienes parte conmigo… Puesto que sabéis esto, dichosos vosotros si lo ponéis en práctica". Y es allí, en el Cenáculo, en este marco de amor y de servicio, cuando en dos ocasiones resuenan las palabras: "Hagan esto en memoria mía" (1Cor 11,24.25), instaurando así el Señor la nueva estirpe de sacerdotes. Con el don de sí mismo, al celebrar su Pascua, se presenta ante los suyos como el verdadero y eterno sacerdote según el rito de Melquisedec y, al mismo tiempo, se convierte en el auténtico Cordero que hace que se cumpla en plenitud todo el culto antiguo de la Ley. Por esta razón San Pablo, hablando a los cristianos de Corinto, afirma: "Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado. Celebremos, entonces, nuestra Pascua,… con los panes sin levadura de la pureza y la verdad " (1 Corintios 5,7-8).
Empero, sabemos que todo lo que tuvo allí lugar mediante gestos y signos sensibles, sólo quedaría perfectamente cumplido una vez que Cristo bebiera la última copa de la Pascua. Precisamente, con una cuarta copa termina habitualmente la cena pascual hebrea. En los evangelios de Marcos (Mc. 14: 24)y de Mateo podemos encontrar lo mismo, ambos narran que "después del canto de los Salmos, salieron hacia el monte de los Olivos" (Mt. 27: 30), indicando así que no tomó la copa final. Esto demuestra que Jesús no solo no tomó la cuarta copa sabiendo lo que significaba, sino que también aseguró que no bebería más del fruto de la vid hasta que llegara el reino de Dios: "Y os digo que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre" (Mateo 26: 29).
Pero, si esto es así, ¿dónde quedan entonces sus palabras al decirnos: "No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento" (Mateo 5: 17)? ¿Cuándo tomó Jesús la cuarta copa? Fue en el Calvario, amados hermanos: "Después, sabiendo que ya todo estaba cumplido, y para que la Escritura se cumpliera hasta el final, Jesús dijo: "Tengo sed. Había allí un recipiente lleno de vinagre; empaparon en él una esponja, la ataron a una rama de hisopo y se la acercaron a la boca. Después de beber el vinagre, dijo Jesús: «Todo se ha cumplido». E inclinando la cabeza, entregó su espíritu"(Juan 19.23: 30).
Jesús se entrega tomando la Cuarta Copa en la Cruz, allí recibe el vinagre del dolor que provocó en su corazón el abandono de Dios su Padre. Es ese el terrible cáliz al que temía en el Huerto de los Olivos, pero al que se sujetaba por amor de nosotros en cumplimiento de la voluntad divina. Esto es lo que quiere significar maravillosamente la celebración del Triduo Pascual. El sacrificio de Jesús no comenzó con la pasión, sino hoy, en la cena de Pascua que conmemoramos. Y esta celebración no terminó sino en el Calvario, cuando el orbe entero escuchó: "Consumado es".
Pero si cuatro copas llevaron a la consumación de la Redención del universo por Dios en Cristo, cumpliendo así con precisión toda la prescripción de la Ley, no ignoramos que Cristo nos promete a todos los que habitamos bajo el velo de Su Carne y de su Sangre, el quinto cáliz de la gracia, portador del gozo sempiterno. El número cinco en la Biblia es atribuido a la abundancia de la gracia y el poder de Dios. En la noche del Sábado Santo, durante la bendición del Cirio Pascual, después de que el sacerdote incruste en el Cirio cinco granos de incienso en forma de cruz, dirá: "Por sus llagas santas y gloriosas, nos proteja y nos guarde Jesucristo, nuestro Señor. Amén". Estas cinco llagas benditas y veneradas por la cristiandad que muestra el cuerpo de Jesús durante su crucifixión y que aún le acompañan hoy en el cielo, como señal del perdón y la reconciliación, de la gracia vivificante alcanzada en Su sacrificio por la humanidad, son la garantía de nuestra salvación y de la redención universal.
La Quinta Copa y definitiva, la de Cristo, la tomaremos con Él, como así lo ha prometido: "…cuando lo beba de nuevo con vosotros en el reino de mi Padre" (Mateo 26:29). Él nos ha asegurado un glorioso banquete gozoso, donde celebraremos las glorias del futuro estado incorruptible de nuestros cuerpos en el Reino del cielo nuevo y la tierra nueva, en el que todos los santos han de participar junto al Señor Jesús, de su luz inmarcesible. Ese será el Reino de su Padre, donde seremos saciados con el vino del consuelo. ¿Pero es que acaso su reino no se ha iniciado ya? Precisamente, desde su Resurrección gloriosa, cuyos frutos se desparraman en el Pentecostés, se ha instaurado el reinado de Cristo en el mundo, por lo que cada cristiano, al participar piadosamente de la Cena del Señor, anticipa el Reino escatológico y bebe ya del cáliz celeste en comunión con todos los santos, apóstoles y mártires, los del cielo y los de la tierra. ¡Qué gloriosa y sublime Comunión! ¡Qué certera y divina compañía, no nos ha dejado solos el Cristo de la gloria, que por medio del Espíritu se hace alimento de vida eterna para todos los que le aman!
Con San Juan Crisóstomo, uno de los cuatro grandes Padres de la Iglesia Oriental, contemplemos expectantes el Misterio que en cada Eucaristía, el Señor Jesús, desde la víspera de su pasión, nos ofrece con el amor inmenso de su corazón: "…Considera el gran honor que recibes y la mesa a la que estás convidado. Lo que los ángeles ven temblorosos, lo que no se atreven a mirar sin temor por el resplandor que irradia, nosotros lo hacemos nuestra comida, lo asimilamos y llegamos a ser con Cristo un solo cuerpo y una sola carne. ¿Quién dirá las proezas de Yahvé, y hará oír todas sus alabanzas? (Sal 105: 2).
Alimentados así con el Pan de los Ángeles, prediquemos el reino de Cristo, anunciemos su muerte y proclamemos su resurrección, para salvación de todo el género humano y la mayor gloria de Dios. Amén. Que así sea.
Mons. + Abraham Luis Paula