IV Domingo de Cuaresma (B)

10.03.2024

 El Vencedor de la simiente de la Serpiente

  

2Cro 36, 14-16.19-23: "Dios perdona las infidelidades y libra al pueblo de sus pecados" 

Sal 136, 1-6: "Que no me olvide de ti, Señor". 

Ef 2, 4-10: "Dios nos ha dado una vida nueva en Cristo". 

+ Jn 3, 14-21: "Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único".


Amados en Cristo: La liturgia de hoy nos brinda un aroma anticipado del gozo pascual. Los ornamentos del celebrante son de tono rosado, el color, que muta desde el austero y solemne morado, busca impregnar en nosotros la idea de una atenuación de la penitencia y de los signos de luto. Es el Domingo Laetare, que nos invita a una serena alegría. "Festejad a Jerusalén, gozad con ella todos los que la amáis...", invita la antífona de entrada.

Dios es un ser feliz, luminoso y creador, y desea que todos sus hijos puedan experimentar de alguna forma esta alegría de su esencia divina. De la boca del profeta Sofonías, escuchamos: "Porque el Señor tu Dios está en medio de ti como guerrero victorioso. Se deleitará en ti con gozo, te renovará con su amor, se alegrará por ti con cantos" (Sofonías 3:17). Fijémonos como se hace mención del canto, de la música, como forma especial para expresar la felicidad. Viene a mi mente ese dicho tan popular: "el que canta, su mal espanta". Es por ello que, en la liturgia, no debe faltar la música, mediante la cual se rinde adoración a Dios, porque a Él le agrada y a nosotros nos inspira, alcanzándonos una sensación de profundo bienestar.

Según la psicología más básica, alguien que no se siente feliz termina enfermo física y mentalmente. Ahora bien, la alegría del cristiano ha de estar fundamentada sobre bases adecuadas, debe ser una expresión serena de vivir en la voluntad del Señor, el Padre que nos ha creado y conoce que es todo aquello que da sentido pleno a nuestra existencia. De otro modo, la alegría degeneraría en superficialidad e insensatez, habitualmente sustentada en goces pasajeros que se compran con dinero, por poner un ejemplo. En tales cosas no se basa la felicidad del cristiano.

Pero, ¿podremos conservar el gozo santo, aun viviendo momentos de extrema confusión, donde al parecer y de ciertas formas, experimentamos el exilio babilónico que canta el salmo? Estando en nuestra tierra, parece que no es así. Los vientos soplan tan fuertes por todos lados y vemos tan altos paradigmas caídos y otros tan tambaleantes, que nos sentimos desterrados; nada de lo que nos brindaba seguridad parece hoy hacerlo.

También nosotros podemos vivir una sensación de exilio "llorando la nostalgia de Sión" (Sal 136,1). Las dificultades exteriores, el panorama económico y geopolítico mundial, la sociedad que da su espalda a Dios, la crisis eclesial abrumadora, la Iglesia tan carente de hombres valientes que hablen con fuerza la verdad, las crecientes y novedosas conjugaciones de pecado; todo ello nos puede llevar cerca de los ríos de Babilonia. A pesar de todo, el seguidor de Cristo está llamado a vigilar, a guardar su Palabra, a perseverar en la oración, y a decir junto al salmista: "Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén, en la cumbre de mis alegrías". Nosotros diríamos: si no pongo a Jesús en la cumbre de mis alegrías.

Para no caer de tristeza, decepcionados por lo que es adverso y nos rodea, el antídoto lo tenemos en Cristo. Frente a este mundo que pasa tristemente, arrastrado por su vanagloria y falsos dioses… nosotros podemos decir: ¡Queda Cristo! El que no cambia, es el mismo, ayer y hoy y por los siglos de los siglos. Faltóme todo, más tengo a Cristo. ¿Necesitaré mayor alegría?

Hoy Jesús nos habla de la serpiente que fue alzada en el desierto para salud de su pueblo, signo de su muerte en la Cruz que trajo la salvación al mundo. La serpiente de bronce en la cual no había veneno alguno es un tipo de Cristo, en quien no se encontró pecado, alzado ante el universo para la salvación del género humano y la redención del cosmos. En aquella, que debía ser mirada por los hijos Israel, encontraban la cura mediante la obediencia al mandato de Yahvé. También en Cristo se espera una respuesta del hombre al ofrecimiento de Dios: "…el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida" (Juan 8:12).

Ante esta serpiente del desierto, no podemos dejar de recordar aquella otra del Huerto del Edén, encarnadora del demonio, de la mentira y la soberbia, a la que Eva creyó y accedió a sus orientaciones y con ello entró el pecado y la desobediencia a la creación.

Hoy en día, los autoproclamados "adelantados", siguen las intenciones de la antigua serpiente, y lo hacen creyendo que han descubierto el "oro en las montañas", la clave para la felicidad. ¡Qué engaño, bien sabemos los cristianos, por arcana experiencia, que la desobediencia a Dios, en vez de elevar al hombre a "ser como Dios", lo hunde en la miseria y lo despoja de su dignidad de hijos de Dios! Toda vida que se aferre a su engañosa sabiduría, apartada de la verdad que es Cristo, acude a una estéril inmolación inconsciente, como actitud atada en su inflamada soberbia.

Acertadamente nos dice san Pablo: "Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro" (Romanos 6:23). Con ello nos recuerda que "el que peca, a sí mismo se hace daño" (Eclesiástico 19: 4). Por eso, en realidad no es Dios quien castiga al pecador con la muerte, sino el pecador y rebelde que, al separarse de Dios y rechazar sus orientaciones, trae sobre sí mismo la muerte, el daño, la destrucción y la tristeza.

Como hijos de Dios, sabemos que el camino con Cristo no es nada fácil. Debemos sacrificar en la cruz personal de cada uno nuestras faltas de amor a Dios y al prójimo, y esto nos cuesta, máxime cuando se exige un examen de conciencia. Hoy en día esto puede ser una locura y muy peligroso para el "sistema", ya que cada vez es más difícil pensar por nosotros mismos. Vivimos sumidos en la dictadura de las conciencias, bombardeadas por los medios audiovisuales, de comunicación y programas de toda índole, ensamblados de contenido anti ético, anti moral y, por ende, anti cristiano.

Pero a pesar del rechazo de su criatura humana, Dios permanece fiel a su amor. Este debe seguir siendo nuestro mensaje más latente. No hay otra melodía más sublime para alejar la tristeza de este mundo que el Amor de Dios: ama como sólo Él puede amar, Él "es Amor" (Juan 4:8). Por este amor se despojó de sí mismo y, tomando la condición humana, abrazó la Cruz y sobre ella alzó su santo Cuerpo ante el mundo desolado, y sobre sus rudas y ásperas hendiduras encontró su sangre un cauce hasta llegar y santificar la tierra, esta tierra nuestra. ¿Por qué muere? Para tomar nuestro lugar, pero, ¿qué le lleva a tanto? Su amor.

Muere en la Cruz, Aquel que por amores es herido, tan presto enamorado, rendido y ofrecido. Jesús, con su muerte, paga la deuda del antiguo pecado y, siendo su cruz clavada sobre el lugar de la Calavera, se cumple la profecía del Padre dada a la antigua serpiente: "y enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu simiente y su simiente; aquella simiente te herirá la cabeza, y tú le herirás el calcañar (Génesis 3:15).

Aquel lugar, donde se presume que yacía la calavera de Goliat —probablemente el último gran guerrerorefaíta del que se tiene memoria, cuyas características físicas y comportamiento despiadado e insurrecto, le conectan con los nefilim, ese grupo de personajes oscuros, surgidos como resultado de la unión antinatural entre seres malignos y mujeres humanas—, vino a ser el sitio donde se enclavó la Cruz con Cristo prendiendo de ella. Sabemos por la Escritura Sagrada, que este gigante, arquetipo de los descendientes de tal estirpe, amenazaba al pueblo de Dios en días del rey David, a quien él mismo derrotó con una honda con la ayuda del Altísimo.

Allí, a las afueras de la ciudad de Jerusalén, en el "Gólgota", que significa "Cráneo", y que por su original en arameo sabemos que proviene del cruce entre los topónimos Goliat-Gat, donde fue llevada la cabeza del filisteo el descendiente del rey David: Jesucristo, el Dios y hombre verdaderos, ahora quiebra con su Cruz la cabeza de la simiente de la serpiente, logrando una victoria definitiva y gloriosa.

Por esta singular batalla, Cristo reconcilia nuevamente consigo a quien de Él se ha apartado, a quien por su desobediencia se ha hundido en el polvo de la muerte: "Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna" (Juan 3: 23).

En aquel diálogo nocturno del Señor Jesús con Nicodemo, le anuncia que en Él se va a realizar plenamente lo que Dios había querido prefigurar mediante la serpiente alzada en el desierto. Cristo, cual nuevo Moisés, intercede ante su Padre por toda la humanidad caída, y al mismo tiempo es quien, como aquella serpiente de bronce, elevado sobre el madero de la Cruz, atrae a todos a su corazón. Por Cristo, Dios ofrece la salvación a la humanidad entera, salvación de la muerte, que es fruto de la "mordedura" de la antigua serpiente (Génesis 3:1), fruto de la seducción diabólica y de la rebeldía del hombre frente a Dios.

¿Acaso no tiene Cristo las prerrogativas suficientes para absolvernos de todo pecado y hacer de nosotros hombres nuevos? No es solamente que las tenga, sino que, solamente Él las tiene.

¿Qué debe hacer este mundo para volver a encontrar el gozo pleno, alcanzando una conciencia limpia de pecado y el verdadero sentido de la vida?

Debe el mundo mirar a Cristo. Quien lo mira es liberado del efecto mortífero del veneno del pecado y saciado de su sed de eternidad: "Pero el que beba del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le daré se convertirá en él en una fuente de agua que brota para vida eterna" (Juan 4:14).

Pero, ¿qué forma de mirar debe ser esta? No puede ser una mirada superficial, que se queda en la observancia de los ritos y las formas o en la contemplación de los ornamentos y la belleza de los templos. No puede ser tampoco una mirada recelosa por la incredulidad o las dudas. Sé que puede llegar a ser difícil volver a creer en las personas, en el sacerdote o en ministro, pero tampoco el Señor nos manda a poner nuestra mirada en ellos, son humanos como nosotros y pueden errar.

La mirada que Cristo quiere es la más profunda y ardiente de la fe, aquella mirada que nos permite reconocer en el Crucificado, al Redentor y Salvador del mundo, al Hijo de Dios y Dios mismo. La mirada que Cristo quiere es una mirada limpia, en la que no pongamos mediación alguna entre Él y nosotros.

Cuando David fue a vencer a Goliat, dejó a un lado las armaduras convencionales de guerra y se fue confiando en la compañía del Eterno. De esta misma manera quiere Dios que vengas a su encuentro. No hacen falta rezos aprendidos, no es necesario portar crucifijos de plata u oro, o rendir culto a aquella reliquia de este u otro santo, tampoco es vital correr en peregrinación hacia aquel templo o lugar "especial". Todas estas cosas podrían estar bien y a veces las necesitamos como canales de inspiración, pero también es verdad que podrían pesarnos demasiado, como le pesaba a David aquella armadura. El Señor quiere que crezcamos en la Fe y para mirarle como Él anhela, solamente hay algo que lo enamora y le inclina a nosotros: "el corazón contrito y humillado, el cual nunca despreciará" (Salmos 51:17).

Y así, despojados de todo artilugio —porque a Dios no vamos para luchar contra Él, sino para rendirnos plenamente a su majestad—, durante esta Cuaresma que nos queda, al mirarle enamorado en la Cruz, experimentaremos en nuestro interior aquella gran transformación que se describe bellamente en el Pregón Pascual que pronto escucharemos en la noche santa, y es que, a "los que confiesan su fe en Cristo son arrancados de los vicios del mundo y de la oscuridad del pecado, son restituidos a la gracia y son agregados a los santos". Una vez asidos a la "Señal del Amor universal": la Cruz del Señor, sentiremos como Él y solamente Cristo: "ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los poderosos".

A este mundo decrépito, malherido por el pecado y lejano de su Padre, envuelto en batallas envenenadas de ideas irreflexivas de toda índole y en amenaza constante de guerras, sembradoras del miedo y la desilusión... ¡Qué bien le vendría mirar la Cruz de Cristo, volverse al Amor verdadero! Sólo así los hombres podrán amarse como hermanos, porque Cristo, nuestro Hermano mayor, tomando nuestra naturaleza y muriendo en el Madero por nosotros, ha vencido a la Serpiente, llevándonos de ser criaturas de Dios, a ser hijos de un mismo Padre y, por tanto, hermanos.

La única manera en que se hará realidad la paz y el gozo entre los hombres es anunciando a todos el mensaje de la salvación. Entonces, conversos y bautizados, siendo este ejército sagrado cada vez más grande, estaremos más cerca de la fraternidad de la luz y del amor inaugurada con Cristo en su encarnación.

Amados, dirijamos cada día esa mirada de fe al Señor elevado y glorificado en la Cruz. Nosotros, los súbditos de tan augusto Reino, vivamos como dignos embajadores de Cristo, quienes habiendo sido "salvados por la gracia mediante la fe", debemos anunciar sin fatiga a todo el orbe, que sólo Él es el Camino, la Verdad y la Vida. Y así, junto a san Pablo y a todos los apóstoles y santos, gloriados en la Cruz de Cristo, sellemos nuestro ardiente deseo de redención para todo el mundo, diciendo: «Amén». Que así sea.


Mons. + Abraham Luis Paula Ramírez