Homilía X Domingo del Tiempo Ordinario (B)

09.06.2024

Genesis 3,9-15. Salmo 129/130 ,1-8. 2 Corintios 4,13-5,1 . + Marcos 3,20-35


Amados en Cristo.

No puede extrañarnos en ninguna medida de que nuestro Salvador llevara, desde los inicios de su predicación y ministerio público, la pesada piedra de la burla y el descrédito por parte de aquellos que, "asegurados desde el prestigio y el poder religioso" de su época, se creían poseedores de la verdad absoluta y, por tanto, acreditados para jugar y dictaminar a su antojo y conveniencia. ¿Cómo podrían quedar callados antes las obras del Señor Jesucristo sin sentirse amenazados en cuanto a su posición de primacía espiritual ante el pueblo? ¿Sería que aquel hijo de José el carpintero, cuya fama era tan grande que aún no tenía tiempo para comer debido a su entrega amorosa por hacer el bien, terminaría por trivializar el papel de los líderes religiosos de su época?

Bien pudiéramos pensar que los escribas y fariseos eran movidos por un auténtico celo por la ley de Dios, y sí, los habría con verdadera pasión, no obstante, lo que muchas veces encontramos en sus enfrentamientos con Jesús es más una dote de cruda envidia que el deseo de preservar al pueblo del error. Era de esperarse; el Señor, con su enseñanza y autoridad sobre el mal, dejaba en evidencia la dormición espiritual de los escribas y fariseos, quienes eran profesionales en explicar la letra de la ley, ignorando el espíritu detrás de ella.

El verdadero papel de estos hombres de religión consistía en conservar la Palabra, no obstante, con el tiempo la fueron anulando por las tradiciones que ellos mismos habían introducido y transmitido (Marcos 7:13). El pueblo estaba cansado de escuchar y obedecer, Jesús les brindaba la ocasión de reconciliarles con Dios mediante la ley del amor y la fuerza del Espíritu Santo, evidenciadas en sus señales y signos. Esto enfureció de tal modo a los escribas que llegaban a imputar al diablo las obras de Dios.

Nada nuevo bajo el sol, Jesús encarnó en sí mismo la angustia sufrida por los profetas de antaño, quienes fueron perseguidos por su propio pueblo. Jesús ya encarnaba en su ser más profundo la asechanza que sufrieron, posteriormente, venerables santos y hombres de Dios por los celos de sus "propios hermanos". Aún más, Jesús encarnó en su vida la persecución y el descrédito a la que estamos sometidos los que hemos sido víctimas de aquellos que, encumbrados en el poder religioso de estos tiempos, desde sus mansiones y palacios, no han podido soportar el testimonio de nuestra vida cristiana, y nos han rechazado ya sea porque les molesta la luz que arrojamos sobre su impasividad espiritual o porque no hemos claudicado ante aquellas propuestas que consideramos antagónicas a la santidad, para lograr un fin deseado.

Notemos que la persecución de Cristo no vino desde fuera, sino desde el seno del ambiente religioso. Necesitamos estar fortalecidos para no caer en el desánimo, y esto sólo podremos alcanzarlo por los Medios de Gracia, ya que como nuestro Maestro fue perseguido por predicar con su palabra y con sus obras, también nosotros enfrentamos persecución cuando optamos por ser fieles a Él y no corrompernos. La lectura de la Palabra de Dios y la oración de meditación en aquellas verdades que nos comunica, nos capacitarán adecuadamente, no sólo en lo que debemos responder con nuestra boca en aquellos momentos en los que hemos de brindar una evangélica respuesta, sino en la manera de conducirnos, de vivir en consonancia con nuestro mensaje. ¿Qué fue lo que hizo el Maestro? Bien sabemos que no se amedrentó ante la acusación blasfema de los fariseos, respondió con autoridad, ya que había coherencia entre sus palabras y sus acciones. No sólo dijo tener el poder de traer libertad a los cautivos, acreditó siempre sus palabras con sus hechos, extendió sus manos y libertó a los oprimidos por el demonio.

"Satanás no puede expulsar a Satanás, porque destruye su obra", es sencillo, y los escribas lo sabían, sólo que cerraron su corazón a la verdad impulsados por sus oscuridades, materializadas por la envidia que les provocaba el luminoso ministerio de Jesús y el temor a perder la autoridad moral frente al pueblo, por lo que le acusaron maliciosamente, asociando sus actos al diablo con la idea de mancharlo y, de esta forma, acarrearon sobre ellos el juicio del Maestro. Los escribas fueron juzgados como blasfemos, habían "pecado contra el Espíritu Santo", ya que atribuyeron la obra divina a Satanás. Esto es muy grave frente a Dios y es algo con lo que tenemos que tener mucho cuidado, ya que por desconocimiento o peor aún, impulsados por sentimientos contrarios a la caridad, podríamos caer en tal falta. ¡Que Dios nos libre!

Entendamos que en toda la Escritura Sagrada, tanto los "dones" como las "operaciones" —manifestaciones extraordinarias de poder para hacer milagros, capacidad de entender los misterios de Dios, facilidad para la enseñanza espiritual, fortaleza y osadía en diversas hazañas en favor de los hombres, la capacitación especial para varios oficios—, todo ello se atribuye al Espíritu de Dios. El Espíritu Santo se ha llamado también "el Espíritu de gracia", puesto que Él toma de "la gracia de Cristo" y nos la confiere. Por lo que mal juzgar, perseguir deliberadamente y despreciar, impulsados por los celos, a quienes en sus vidas se evidencian tales signos luminosos puestos al servicio de la Iglesia para gloria de Cristo y extensión de su Reino, puede situarnos en el banquillo donde se encuentran los que han pecado o pecan contra el Espíritu Santo.

Esto no quiere decir que no podamos desconfiar o guardar distancia de un asunto que no entendemos, todo ello es lícito, lo que no debemos es apresurarnos en nuestro juicio y, es más, deberíamos meditar antes de proferir palabra alguna, qué sentimientos o motivos son lo que realmente nos está impulsando a hacerlo. En la Escritura tenemos un buen ejemplo de cómo deberíamos proceder, en principio, en tales casos. Se trata de uno de los episodios más conocidos en los Hechos de los Apóstoles, donde se evidencia la sabiduría de aquel rabino Gamaliel, quien ante la furia de sus compañeros del Consejo por la renuencia de los apóstoles a no retractarse de predicar a Cristo muerto y resucitado, dijo: "Apartaos de estos hombres, y dejadlos; porque si este consejo o esta obra es de los hombres, se desvanecerá; mas si es de Dios, no la podréis destruir; no seáis tal vez hallados luchando contra Dios" (Hechos 5:38-39).

Estas palabras son verdaderamente sabias, y este "principio de Gamaliel" puede ser en un primer momento muy provechoso, no obstante, no es definitorio, puesto que sentarnos a esperar si algo perdura en el tiempo como un signo de la complacencia de Dios puede ser errático. Han existido muchas religiones o movimientos espirituales, que pueden considerarse exitosos a los ojos del hombre, pero que en su práctica están en contra de la verdad de Dios y sus designios. El éxito o los años nunca serán la máxima medida de la verdad. Hay corrientes, incluso, llamadas iglesias o comunidades cristianas, que han existido por muchos años y tienen muchísimos seguidores, pero cuando analizamos su mensaje, la manera en la que en ellas se vive y enseña el evangelio puede evidenciar su falsedad. ¿Cómo podremos estar seguros entonces de que algo es genuino o lleva el sello de Dios?

Existen al menos dos principios que debemos observar. El primero es la centralidad de Jesucristo: El Señor se hace presente donde todo lo que se diga y se haga redunde en su mayor gloria, allí donde se procura que Su nombre sea exaltado sobre toda potestad y reconocido como único camino para llegar a la salvación eterna, tal como nos lo ha dicho: "mi gloria a otro no daré" (Isaías 42:8). Y el segundo, la sintonía con Su Palabra: Dios nunca hará algo contrario a su Palabra. Esto alcanza tanto a las actividades de la Iglesia como a aquellas fuera de ella. El Espíritu Santo nunca participará de aquello donde el contenido y la forma no guarden relación con toda la verdad revelada. Por esto es importante acercarnos a Él, llama viva de Dios, que expulsa la oscuridad y fecunda el alma de virtud y la hace brillar con la gracia divina.

Nos dice San Juan: "Porque todo el que hace lo malo odia la luz, y no viene a la luz para que sus acciones no sean expuestas" (Juan 3:19-20). Nunca seremos más perseguidos que en aquellos momentos en los que más estamos reflejando la luz de Dios, y esto lo podemos llevar a todos los planos de la vida. Aquellos cuya lumbre está apagada pocas veces intentarán acercarse a tu vida para intentar encenderse, todo lo contrario, desearán apagarte para que sus tinieblas no sean evidentes. Es lo que sucede con nuestro mundo y el total desprecio por la Fe cristiana. Los que viven en las sombras se han inventado toda clase de términos para desacreditar a los hijos de Dios. Las ideologías crecientes demonizan la verdad, porque odian la luz. Pero sabemos que en Cristo las fuerzas del mal son vencidas, recordemos que Él reconoce como su familia a aquellos que hacen la voluntad de Dios, y si somos hijos, también seremos herederos del Reino sempiterno.

Procuremos, por tanto, como Cuerpo de Cristo, guardar la unidad de la Fe mediante el vínculo del amor. Solamente unidos podremos resistir los embates del maligno, Jesús nos lo ha dicho hoy: "Un reino dividido contra sí mismo no puede subsistir; una familia dividida tampoco puede subsistir". Expulsemos de nosotros toda maldad con la que intentamos de forma intencional dañar la reputación de aquel hermano que nos ha herido o simplemente nos molesta. El mal no se vence con el mal, la tiniebla se vence con la luz. 

Curemos nuestras heridas con el bálsamo del perdón y la misericordia. Cierto es que muchas veces tenemos razones para quejarnos, pero el dolor no puede ser abrazado por mucho tiempo, podríamos encallecernos, rechazando así la obra del Espíritu en nosotros, esto sería tan nocivo como blasfemar contra Él, ya que literalmente le estaríamos expulsando de nuestro corazón. En la segunda lectura, san Pablo nos anima ante los desánimos que como cristianos podemos vivir: "Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria; no mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas" (2 Corintios 4:1).

Pongamos a servicio de Dios y de su Iglesia todos aquellos dones que se nos han dado por mediación del Paráclitos para la edificación del Cuerpo de Cristo. Al igual que el Señor expulsó los demonios de aquellos oprimidos por el diablo con el poder de su Palabra, el mundo posmoderno necesita ser exorcizado por la fuerza de Jesucristo, y para ello cuenta nosotros, tan Augusto Capitán, para declarar por nuestra voz la libertad espiritual de esta sociedad asfixiada por las oscuras tendencias, "agendas y pactos globales" diabólicos, contrarios a Su verdad, la única verdad capaz de instaurar en el mundo la anhelada paz.

Recordemos que la Serpiente ha sido herida en la cabeza, la Iglesia de Jesucristo siempre triunfará sobre todas las embestidas del Infierno, porque, aunque haya sido herido el Señor en el calcañar con su muerte en la Cruz, con su resurrección ha triunfado sobre todos los poderes del mal.

Que nos asista el Espíritu Santo y nos rodeen las huestes angélicas. Amén. Que así sea.


Mons. + Abraham Luis Paula Ramírez