Homilía en la Solemnidad de Todos los Santos. Inauguración del Retiro espiritual: La Iglesia de Jesucristo”
"Después de esto miré, y he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos; y clamaban a gran voz, diciendo: La salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero".
(Apocalipsis 7: 9-10)
HOMILÍA
Queridos hermanos en Cristo:
Al comenzar este retiro, nos sentimos convocados no solo a rememorar la gloria de la Iglesia triunfante, sino a profundizar en el llamado divino que se hace a cada uno de nosotros: el anhelo de alcanzar la santidad. La Iglesia de Jesucristo, de la cual somos parte, tiene la sublime misión de ser sal y luz en el mundo, iluminando los corazones y sazonando nuestro camino con la verdad del Evangelio. Siguiendo el ejemplo de los santos, debemos aspirar a esa vida plena de amor, fidelidad y entrega.
Aquellos que hemos respondido a esta sagrada invitación a separarnos del bullicio del mundo por unos días, a apartarnos en cuerpo y alma para buscar la cercanía de Dios, no hemos llegado aquí por azar; el Paráclitos nos llama para nutrirnos y fortalecernos, colmándonos de Su "Divina Luz" que nos enriquece. En la profundidad de la oración, en la contemplación de Su Palabra, en el sacramento de la Eucaristía cada día y en la práctica del amor fraternal, hallaremos los medios espirituales eficaces para moldear nuestras vidas a la imagen de Cristo, el varón perfecto. Este tiempo que consagramos en la presencia de Dios es un ejercicio de entrega, donde abrimos nuestro corazón al misterio divino y nos dejamos transformar por Su amorosa voluntad.
Persuadidos por el Espíritu Santo, "el dulce huésped del alma" y el aliento de Dios en nosotros, le buscaremos con ansias y determinación; "como busca la cierva corrientes de aguas". Y así, en esta rica fraternidad y cercanía del Señor, podremos sentirnos en comunión con esa gran nube de testigos que conforma la Iglesia celeste y que nos inspiran con su ejemplo: los santos, cuya solemnidad celebramos hoy con gozo. San Bernardo nos dice: "El primer deseo que promueve o aumenta en nosotros el recuerdo de los santos es el de gozar de su compañía, tan deseable, y de llegar a ser conciudadanos y compañeros de los espíritus bienaventurados, de convivir con la asamblea de los patriarcas, con el grupo de los profetas, con el senado de los apóstoles, con el ejército incontable de los mártires, con la asociación de los confesores, con el coro de las vírgenes, para resumir, el de asociarnos y alegrarnos juntos en la comunión de todos los santos". Este deseo debe guiar nuestra búsqueda de Dios en estos días, nuestro encuentro con la "Iglesia de los primogénitos", tal como la llama el mismo santo.
En la primera lectura de Leccionario, el autor del Apocalipsis describe esta asamblea como "una multitud inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua" (Ap 7, 9). Sin embargo, podríamos sucumbir a la ilusión de que esta gloriosa muchedumbre está compuesta únicamente por aquellos cuyos nombres resuenan en la historia y son venerados en el mundo, pero la verdad es mucho más profunda. En esta asamblea se encuentran todos los bautizados a lo largo de los siglos y de cada rincón del planeta, quienes han anhelado cumplir la voluntad divina con amorosa dedicación. Muchos de estos seres, ajenos a nuestro conocimiento, tal vez no nos sean familiares ni por rostro ni por nombre; y, aun así, a través de la mirada de la fe, podemos contemplarlos resplandecer como astros luminosos en el inmenso firmamento de Dios.
¿Cuál es el secreto de aquellos que han alcanzado esta comunión gloriosa en la santidad? ¿Cómo llegaron a esta unión con el Cuerpo de Cristo? La clave está en permanecer firmes en Él, pues Cristo es "el autor y perfeccionador de nuestra fe" (Hebreos 12, 2). Los santos no vivieron para sí mismos, sino que se entregaron enteramente a Jesús, quien es su fuerza, su paz y su esperanza. Aquí, en la serenidad de este retiro, se nos brinda la oportunidad de intentar lo mismo, contamos con aquella fuente de fortaleza y gracia celestial de la que bebieron los que hoy gozan de la contemplación del rostro de Dios.
Escuchemos el llamado a la santidad con fe, porque aunque a veces nos sintamos débiles, Dios nos ama infinitamente y es Él quien nos sostiene. Como el apóstol Juan nos recuerda, "¡Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!" (1 Jn 3, 1). Ser santos no es una tarea solitaria, sino el fruto de nuestra comunión con Él y con Su Cuerpo, la Iglesia. Esta santidad, aunque progresiva y constante, tiene su fundamento en la justicia que recibimos de Dios, quien nos justificó en Cristo, y esto es así "para que nadie se gloríe" sino en la Cruz, "en que estuvo clavada la salvación del mundo".
No debemos olvidar que, mientras anhelamos esta dulce comunión en la gloria eterna, vivimos días intensos en los que a menudo se pone a prueba nuestra fe. La Iglesia militante enfrenta hoy desafíos significativos y, en algunas partes del mundo, somos perseguidos silenciosamente, pero de manera constante, por causa del nombre de Cristo. Aun así, como nos dice San Juan Crisóstomo: "¡Soportemos con valentía la prueba por causa de Cristo, por los que nos contemplan en el combate; soportémosla con alegría! Si ayunamos, saltemos de gozo como si estuviéramos rodeados de delicias. Si nos ultrajan, dancemos con alegría como si estuviéramos colmados de alabanzas. Si sufrimos daños, considerémoslo como una ganancia. Si damos a los pobres, convenzámonos de que recibimos más… Ante todo, acuérdate de que combates por el Señor Jesucristo". Este es el impulso que nos sostiene, el llamado a mantenernos firmes en esta vocación de santidad, inspirados por la fidelidad de quienes sufren y mueren a causa del Hijo de Dios, por los cuales estamos comprometidos a orar siempre; convencidos de que, gracias a este augusto testimonio de fe, se encuentran ya entre el número de los santos, tal como Jesús nos lo dice en las bienaventuranzas.
Este retiro, entonces, es un tiempo sagrado, una oportunidad para acercarnos más al misterio de Dios. Les invito a vivir cada jornada con el ferviente deseo de acercarnos más a Jesús, de permanecer unidos a Él, dedicándonos a la oración y a la contemplación. Encontremos igualmente la ocasión de practicar el amor fraterno, pues solo a través de esa comunión sincera entre nosotros experimentaremos la felicidad de las almas gloriosas. Con un corazón ardiente, anhelamos salir de aquí transformados, irradiando a Cristo, con la firme intención de llevar Su luz a nuestro mundo y atraer a otros hacia Él.
Finalicemos esta homilía con las palabras del Himno "Bendita es", que entonaremos al terminar las Completas cada noche: "Danos tu gracia para que sigamos a todos tus santos, modelos del bien, que junto a María, los que te amamos, a Cristo adoremos por siempre. Amén."
Mons. + Abraham Luis Paula