Homilía en el Domingo de la Santísima Trinidad (C)

12.06.2022

Santa Trinidad (C) – 11 de junio de 2022

Proverbios 8:1–4, 22–31

Salmo 8 

Romanos 5:1–5

+ San Juan 16:12–15

Queridos hermanos: Si bien la celebración del Pentecostés es la Fiesta de la Iglesia, sin duda a la solemnidad a la que hoy asistimos puede llamársele la fiesta de Dios. La Iglesia rinde culto a la Santísima Trinidad todos los días del año, y principalmente los domingos; no obstante, este Primer Domingo después de Pentecostés de manera especial fija su atención en las Tres Divinas Personas.

Precisamente después de transcurrido el día grande del descendimiento del Espíritu, lo mismo para la Iglesia naciente en Jerusalén como para nosotros hoy, queda develada de manera aún más nítida la naturaleza tríada de un Dios que se manifiesta, ama, crea, salva y vive en el corazón de sus hijos. Hoy comprendemos claramente que los misterios de Jesucristo y la venida del Espíritu Santo nos llevan a rendirnos en reverente adoración ante esta verdad revelada, aunque insondable, que constituye la Santísima Trinidad, esta Familia de Amor, a Quien nos inclinamos en espíritu y en verdad.

Adentrémonos en la Palabra de Dios, y hagámoslo con temblor y reflexión, como nos aconseja Santo Tomás: "Cuando se habla de la Trinidad, conviene hacerlo con prudencia y humildad, pues —como dice Agustín— en ninguna otra materia intelectual es mayor o el trabajo o el peligro de equivocarse, o el fruto una vez logrado".

Asistidos por el Espíritu Santo, iniciemos nuestro recorrido por el Libro de los Proverbios, uno de los llamados "libros sapienciales" de la Sagrada Escritura, donde se nos habla de la Sabiduría, cuál si fuere una persona, y con tonos de dulce poesía, nos va dando a entender que esta persona tiene grandes poderes. Dice que: "jugando con el orbe de la tierra… afianzaba los cielos… colgaba las nubes en lo alto".

Es apasionante apreciar, como a través de ese mismo lenguaje, refinado, culto, esto es cultivado, —precisamente como debe acercarse el hombre a Dios, con sus mejores palabras, que siempre serán las que brotan de un corazón rendido ante Su majestad—; se nos presenta la Sabiduría como si fuera un personaje, como si fuera una creatura de Dios: "El Señor me poseía desde el principio, antes que sus obras más antiguas… Antes que las montañas y las colinas quedaran asentadas, nací yo".

No obstante, el canto que describe la belleza de esta persona no queda ahí; va más allá. En otra frase podemos vislumbrar que el inspirado escritor bíblico señala a la Sabiduría como si fuera Dios mismo: "Quedé establecida desde la eternidad, desde el principio". En el Libro del profeta Isaías, se reconoce su eternidad como un atributo divino: "¿Acaso no {lo} sabes?" ¿Es que no {lo} has oído? El Dios eterno, el Señor, el creador de los confines de la tierra, no se fatiga ni se cansa. Su entendimiento es inescrutable" (Isaías 40:28).

Aunque bien sabemos que este lenguaje usado en el libro de los Proverbios no es literal, lo certero es que estas magníficas figuras retóricas nos van comunicando la grandeza y el poder de Dios. Los estudiosos de la Biblia reconocemos en estas citas que la Sabiduría es una figura de Cristo, que es la imagen de la perfección de Dios y reflejo de su acción; porque Cristo es la Palabra, es decir, la expresión misma de Dios. Recordemos: "En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios" (Jn 1,1).

La coexistencia de la Santa Familia Divina, -a la que los cristianos ya desde el siglo segundo, en la figura de Tertuliano, quien fuera el primero en usar la palabra latina "trinitas", para referirse al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo-, es la verdad de la Fe católica sobre la cual descansa toda la historia de la humanidad, desde la creación del mundo y hasta la renovación del cielo y la tierra tras el Reino Milenial de Cristo.

En el Evangelio de hoy, Jesús nos habla de sí mismo, y también del Padre y del Espíritu Santo. Habla de este como el "Espíritu de Verdad". Y nos dice: "Él los irá guiando hasta la verdad plena… recibirá de mí lo que les vaya comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío… tomará de lo mío y se lo comunicará a ustedes". Aquí puede verse la perfecta unión entre las Tres Personas, cuya Sabiduría es comunicada a todos aquellos que buscan una relación personal con Dios mediante su Palabra. Si nos acercamos a la Sagrada Escritura, algo maravilloso sucederá en nosotros, dice el salmista: "La enseñanza del Señor es perfecta, que restaura el alma; el testimonio del Señor es seguro, que hace sabio al sencillo" (Salmo 19: 7). En otra versión dice que "ayuda a los ignorantes a volverse sabios".

Por lo tanto, la búsqueda de Dios y la aceptación de su plan perfecto para nosotros, nos llevará a alcanzar el conocimiento augusto, al que sólo llegan los santos y por lo cual, sus vidas son reflejos luminosos y gozosos aún en medio de las tribulaciones. San Atanasio decía: "El Padre da a todos por el Hijo lo que el Espíritu Santo distribuye a cada uno". Es decir: todo nos viene del Padre, por la gracia del Hijo, y todo es repartido por el Espíritu Santo.

Recordemos una de las frases de San Pablo, con que se inicia la Santa Misa: "La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el Amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté con todos ustedes" (Cor 13: 14).

Es el mismo San Pablo quien nos manifiesta la labor de la Santísima Trinidad para con nosotros. "Por mediación de nuestro Señor Jesucristo hemos obtenido la fe, la entrada al mundo de la Gracia… Dios ha infundido su Amor en nuestros corazones, por medio del Espíritu Santo, que Él mismo nos ha dado". No sólo somos beneficiados con la sabiduría divina para vivir nuestra vida cristiana con gozo y éxito, sino que es la Fe en la Santa Trinidad la que nos lleva a la gracia, esto es, a la salvación.

Dios es el Padre que nos ha creado, el Hijo que nos ha salvado y el Espíritu Santo que nos santifica, y esta verdad constituye un gran consuelo para nosotros, que somos impotentes, siempre inclinados hacia el mal. Nos sentiríamos verdaderamente frustrados sin esta revelación. Cuando contemplamos a las Tres Divinas Personas, al instante reverdece en nosotros la esperanza y la tranquilidad de espíritu.

"Vemos, en la Primera de las Tres divinas Personas, un Padre que nos ama hasta llamarnos y hacernos realmente sus hijos; en la Segunda, un Mediador que ofrece su Sangre en pago de nuestras deudas, un pontífice que ruega por nosotros y, en la Tercera, un abogado y consolador consagrado a nuestra santificación". Es el Dios del pueblo cristiano, el Único y verdadero, en cuyo amor, soberana voluntad y sabiduría alcanza el hombre el sentido de su vida en su plenitud de eternidad.

Ante un Dios que dispone todo cuanto necesitamos, un Dios que es Amor, entonces cabe preguntarnos, ¿por qué nos empeñamos en desfigurar su imagen? ¿Por qué el mundo de hoy quiere borrar a Dios o cambiarle? La ingeniería social construye dioses que surgen de necesidades creadas para el hombre, hechas en laboratorios; todo ello viene cargado de un fuerte programa de adoctrinamiento. Se intenta por todos los medios dar respuestas al vacío del hombre postmoderno levantando ídolos de toda clase; empero, como ídolos al fin, son fracaso sobre fracaso, salvo para inducir a la humanidad a una degradación antropológica sin precedentes. 

En su libro "Contra los ídolos modernos", el sacerdote Pierangelo Sequeri, deja claramente cuáles son estos dioses falsos, que intentan tomar el lugar del Dios verdadero. Plantea, acertadamente, que la sociedad de consumo y la cultura del espectáculo se erigen sobre cuatro "ídolos mentales": la eterna juventud, el crecimiento económico y el dinero fácil, el totalitarismo de la comunicación y la irreligión de la secularización. Estas figuras evocan objetos y hechos que aparentemente nada tienen en sí de demoníaco o de idolátrico, pero que como cristianos sabemos que están impulsados desde las tinieblas y vemos en ello la pezuña del Maligno; aquello de, "y seréis como Dios", de la Serpiente en el Huerto del Edén, resuena continuamente detrás de toda campaña que intenta fomentar la rebeldía contra las leyes universales, en contra del propio hombre y contra Dios mismo.

¿Qué debemos hacer entonces como hijos de Dios? Predicar, sí, predicar sin temor la existencia del Dios de la historia, del Dios manifestado en carne, su plan divino y perfecto para el hombre, su ley de amor y su salvación eterna. Es nuestro deber liberar al mundo de la idolatría y de sus falsos dioses; sin contiendas, sin armas, sólo el amor los salvará.

Por lo tanto, no tengamos temor de señalar al Padre que, por la gracia santificante que infunde en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, y nos permite llamarle con confianza, diciéndole: ¡Padre mío! No tengamos recelo en anunciar el amor que nos tiene, amor extraordinario, que llega hasta inmolar a su Unigénito por salvarnos a nosotros de la muerte.

¿Qué puede haber más hermoso, admirable y sublime que la obra de las Tres Personas de la Santísima Trinidad? Es hora de manifestar al mundo los beneficios temporales, terrenos y espirituales eternos, que de Ella recibimos y recibiremos; hagámoslo con la palabra y con las obras, y el mismo Señor nos acompañará.

Empecemos por nosotros mismos, renovemos con la ayuda del Espíritu nuestra devoción cristiana y démosle una connotación evangelizadora. Por poner algún ejemplo, la señal de la santa Cruz que hacemos sobre nosotros, o ese crucifijo que muchos llevamos de colgante, ¿por qué no aprovechar estos símbolos para testimonio de nuestra Fe?

Busquemos y vivamos la fraternidad, teniendo como ejemplo, la misma unidad de la Trinidad; ¿cómo pretenderemos llevar a otro a la Fe verdadera, si nuestras vidas dictan mucho de la Vida de nuestro Dios? ¿Acaso un buen hijo no debe imitar a su padre?

Renovemos nuestras promesas bautismales, recordando que, en Nombre de la Santa Trinidad, fuimos por medio del agua y del Espíritu adoptados como Hijos de Dios en Cristo. Consagremos nuestras vidas al servicio de nuestro Señor, y rindámonos en todo a su divina providencia.

Descansen nuestras vidas en Dios y adoremos la Unidad en la Trinidad y la Trinidad en la Unidad, teniendo por estímulo la Santa Palabra, que da seguridad de nuestro encuentro definitivo con las tres divinas personas, quienes "dan testimonio en el cielo: el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo; y estos tres son uno" (1 Juan 5:7). A quien sea todo honor y gloria, por los siglos de los siglos. Amén.


Mons. + Abraham Luis Paula