
"El Combate Espiritual: Triunfo en la Prueba y Fidelidad a Dios"
El Leccionario en un texto
Primera Lectura: Deuteronomio 26, 4-10
"Te postrarás ante el Señor, tu Dios, y lo adorarás".
Salmo Responsorial: Salmo 90 (91)
"Acompañará a sus ángeles para que tu pie no tropiece en la piedra."
Segunda Lectura: Romanos 10, 8-13
"Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo." (Romanos 10, 9)
Evangelio: Lucas 4, 1-13
"No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios."
"Al Señor tu Dios adorarás ya Él solo darás culto."
"No tentarás al Señor tu Dios."
Homilía
Amados hermanos en Cristo,
La Santa Cuaresma nos envuelve nuevamente en su manto de penitencia y conversión, tiempo de gracia en el que el alma se sumerge en un profundo examen, en un sincero retorno a la fuente viva de la redención. Iniciamos este sagrado itinerario con la Imposición de la Ceniza, señal tangible de nuestra condición efímera, pero también de la misericordia divina que nos llama sin cesar al arrepentimiento.
Durante esta temporada sagrada, somos invitados a pertrecharnos con celo y diligencia para la gran batalla espiritual que libra nuestra alma. ¿Cuáles son nuestras armas? ¿Cuáles los pertrechos que nos fortifican? Son aquellos dones sublimes que la Iglesia nos entrega en este tiempo de gracia: la oración fervorosa, la penitencia purificadora, el ayuno santificador y la limosna que ennoblece el corazón. Todos ellos, cual escudos y espadas del alma, nos auxilian en la empresa insigne de la conversión, del anhelado retorno al seno del Padre.
En este primer Domingo de Cuaresma aparece ante nuestros ojos espirituales la imagen del Divino Redentor, Cristo, enfrentando al adversario infernal en el desierto, después de cuarenta días de ayuno y oración. En este combate, el Salvador se yergue como ejemplo y prefiguración de la lucha que cada uno de nosotros ha de librar durante toda la vida. Su victoria sobre el Tentador es un eco de la entrega total a la Voluntad del Padre, preludio de su gloriosa pasión y muerte redentora.
Mas, ¿qué es el desierto? La Sagrada Escritura nos lo revela como el ámbito privilegiado del encuentro con Dios, el crisol donde el alma se purifica y es modelada por la mano del Altísimo.
Tal fue la experiencia del pueblo elegido, que vagó durante cuarenta años por el desierto. No fue solo una travesía hacia la Tierra Prometida, sino la forja de un pueblo consagrado, enseñado a depender exclusivamente de su Creador, quien lo alimentó con el maná celestial y lo guió con su columna de nube y fuego.
Otro testimonio lo hallamos en el Profeta Elías (1 Reyes: 19, 1-18), quien, huyendo por su vida, peregrinó cuarenta días en el desierto hasta el Monte Horeb. Fijémonos, en el mismo monte donde Moisés recibió la Ley, Dios se le manifestó, no en el estruendo ni en el fuego, sino en la brisa suave, preparándolo para la sublime misión que le esperaba.
No podemos olvidar a San Juan Bautista, también morador del desierto, quién en su soledad pasó toda su existencia terrenal, Dios mismo lo forjó como Precursor del Mesías. Desde aquel lugar de aridez y silencio, su voz resonó con fuerza, anunciando la llegada del Cordero de Dios y llamando a la conversión.
Pero el desierto no es sólo refugio de contemplación y encuentro con Dios; como hemos visto hoy, es también campo de batalla donde el adversario intenta desviarnos del camino de la santidad. Antes de cada gran bendición de nuestro Señor, el Maligno se opone con furia, procurando sembrar duda y desaliento en el alma. Mas no hemos de temer. La Escritura nos conforta: jamás seremos probados más allá de nuestras fuerzas (1 Corintios 10: 13). En la lucha, la victoria es de aquellos que, sostenidos por la gracia, perseveran hasta el final.
Y aquellas arenas de combate, el Hijo del Altísimo, encarnado por amor, se enfrenta al enemigo de las almas, al antiguo adversario que, con astucia perversa, intenta desviar a Cristo de su misión redentora. El tentador, conocedor de la fragilidad humana, se acerca en el instante de mayor debilidad física de nuestro Señor. Cuarenta días de ayuno han pasado, y el hambre, en su crudeza, se hace presente. Es entonces cuando la Serpiente, con su veneno solapado, le sugiere: "Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan". Pero el Señor, cuya voluntad está anclada en la del Padre, rechaza la seducción del maligno y proclama: "No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios".
Es la tentación de la complacencia de los sentidos, de la inclinación a consentir el cuerpo en sus deleites efímeros. Se insinúa con sutileza: "No hay por qué padecer, si con poder todo sufrimiento puede ser disipado". Y esta insidia, tan antigua como la humanidad, sigue acechando en nuestros tiempos. Jesús nos revela una verdad trascendental: el hombre está llamado a nutrirse no sólo de alimento material, sino de la Palabra viva de Dios, que es luz y guía, fortaleza y escudo en la batalla espiritual.
El tentador, lejos de desistir, despliega una segunda insidia: muestra al Señor todos los reinos de la tierra, su esplendor, su gloria, y con tono ladino le promete: "Te daré todo este poder si te postras y me adoras". El Príncipe de este mundo ofrece el efímero dominio terreno a cambio de una sumisión abominable. Mas Cristo, que es la Verdad misma, responde con firmeza celestial: "Al Señor, tu Dios, adorarás y a Él solo darás culto". ¡Cuántos no han caído en el engaño del Maligno, que se presenta como dueño de lo creado, prometiendo riquezas y honores a quienes le sirven! La avidez insaciable y el apego a lo material son tentaciones constantes. Sólo el alma que, desprendiéndose de todo, se abandona en Dios y lo coloca por encima de todo, puede librarse de tan peligroso lazo.
Este precepto de adoración resuena en la Primera Lectura (Deuteronomio 26: 4-10), que nos presenta la profesión de fe del pueblo elegido. Todo israelita estaba llamado a ofrecer a Dios las primicias de su cosecha, acompañando su oblación con una oración que resumía la historia sagrada de Israel y terminaba con la orden del Señor: "te postrarás ante El para adorarlo", y esto es lo que responde Jesús a Satanás.
Finalmente, el tentador, en su suprema audacia, conduce a Jesús al pináculo del templo y lo desafía: "Si eres Hijo de Dios, arrójate de aquí, pues está escrito: "Encargará a sus ángeles que te sostengan". Satanás, en un intento de confusión, manipula las Escrituras que hemos leído hoy en el Salmo, para torcer el designio divino. Pero Cristo, el Verdadero Mesías, replica con solemne autoridad: "No tentarás al Señor, tu Dios".
Meditemos en la trascendencia que hubiese tenido tal milagro: Jesús habría conquistado al instante la admiración y el reconocimiento de todos, pero el camino dispuesto por el Padre era muy distinto: no el del triunfo terreno, sino el del anonadamiento, la injuria, la cruz y la muerte, para finalmente, alzarse sobre todo y exponer en vergüenza, con la gloria de su resurrección, al enemigo de las almas.
He aquí, amados fieles, el modelo a seguir: la tentación no se combate con diálogos ni razonamientos humanos, sino con la Palabra de Dios, con la fidelidad inquebrantable a su voluntad. Jesús no argumenta, no concede espacio al adversario; con la espada de la Verdad, corta de raíz toda posibilidad de ceder.
Hermanos, en nuestra peregrinación terrena también enfrentamos las insidias del maligno. Nos susurra al corazón, nos engaña con falsos bienes, nos seduce con espejismos de placer y poder. ¡Pero no temamos! Sigamos el ejemplo del Redentor: arraiguemos nuestra vida en la Palabra divina, permanezcamos en oración constante, ayunemos de aquello que nos aparta de Dios, renunciemos a los halagos de este mundo efímero y, con corazón puro, adoremos sólo a Aquel que es Camino, Verdad y Vida.
Finalmente, en la Segunda Lectura (Rom 10: 8-13), San Pablo nos exhorta a proclamar nuestra fe: creer y confesar que Jesús es el Señor y que ha resucitado de entre los muertos.
Así, seremos salvados por esta fe viva, que nos impulsa a confiar en Dios y a corresponder con diligencia a las gracias que Él derrama para nuestra redención. No basta con creer, es menester obrar en conformidad con esta fe, pues la salvación es fruto del abandono en Cristo y de la respuesta generosa a su amor.
Dios, en su infinita sabiduría, ha dispuesto que la lucha espiritual contra las fuerzas del mal se torne sendero de gracia y cauce de santificación. La victoria sobre las tentaciones es el crisol donde se purifica el alma y se acrisolan méritos para la Vida Eterna (cfr. Santiago 1: 2-4, 12). Y en esta lucha, que es ineludible para todo discípulo de Cristo, tengamos siempre presente que jamás combatimos solos: Dios mismo nos asiste con la plenitud de su gracia, sosteniéndonos en cada batalla y conduciéndonos, si perseveramos, al triunfo definitivo. Que así sea.
Mons. + Abraham Luis Paula