Domingo II de Cuaresma (B) La Transfiguración del Señor
DOMINGO II DE CUARESMA (B)
Gén 22: 1-2. 9-13. 15-18: "El sacrificio de Abraham, nuestro padre en la fe"
Sal 115/116: 10.15-19: "Caminaré en presencia del Señor"
Rom 8: 31-34: "Dios no perdonó a su propio Hijo"
+Mc 9: 2-10: "Éste es mi Hijo amado, escúchenlo"
- La Luz pacificante
Amados en Cristo:
Continuamos el camino de la Cuaresma mediante el destello ardiente de la oración, el fuego de la pasión por Dios, provocado por el ayuno y el resplandor gozoso que dibuja la caridad. Si miramos con los ojos de la Fe, nos percataremos que, este no es un sendero lúgubre, es una vía de luz que purifica y vivifica nuestras almas. La austeridad y la reflexión interior a la que estamos convocados no deben verse como signos de luto, sino como una búsqueda de la luz de Cristo, de hecho, es la Cuaresma el camino hacia la Luz de la Pascua.
El misterio de la Transfiguración al que hoy asistimos llenos de asombro, es, por tanto, un esbozo de la Luz del Resucitado. En medio del desierto cuaresmal se nos deja ver Cristo de una forma especial, intenta impregnar en nosotros esta su Luz divina, para que los horrores de la Pasión no puedan hacer vacilar nuestra Fe. Bien sabemos por el apóstol san Pablo, que antes de su encarnación Cristo existía "en forma de Dios" –in forma Dei-, esto es vivir en el "esplendor de la gloria", pero luego se anonadó tomando la "forma de siervo" –forma servi- (Filipenses 2: 6-7). Llegado este momento el Hijo se despoja voluntariamente de su gloria, se vacía de sí, por decirlo de alguna manera, se sujeta a la forma humana, sin dejar por cierto de ser Dios.
Algo semejante aconteció en el momento de su Transfiguración sobre el Monte Tabor. Su cuerpo íntegro se transformó, por así expresarlo, en un manto luminoso de su divinidad. "En lo que concierne al carácter de la Transfiguración –afirman los Padres del Séptimo Concilio Ecuménico- ella tuvo lugar no de manera que el Verbo abandonase la imagen humana, sino más bien mediante la iluminación de esta imagen humana por su gloria".
En efecto, la completa revelación de la Luz divina se encuentra en Cristo, Él es la "Luz de Luz", como rezamos en el Credo, es la Luz que brillo sobre el mundo "que andaba en tinieblas", de sí mismo dice: "Yo soy la Luz del mundo; el que Me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la Luz de la vida" (Juan 8:12). De ahí que la "luz" tenga en la liturgia cristiana un gran simbolismo que abarca tres dimensiones: doctrinal, reverencial y sacramental.
El efecto propio de la luz es iluminar, es por esta razón que, desde tiempos antiguos, los cristianos la hayan escogido como un símbolo de Jesucristo, "luz verdadera que esclarece a todo hombre que viene a este mundo" (San Juan 1, 9). La liturgia simboliza a Cristo mediante la "luz", de diversas maneras, especialmente en el fuego nuevo y en el Cirio pascual bendecido el Sábado Santo con gran solemnidad. Todo lo que tiene que ver con Dios está penetrado por un esplendor divino y lleva a la luz, El mismo Dios en su inaccesibilidad e incomprensibilidad es una "oscuridad sumamente clara".
Por tanto, cirios y lámparas encendidas, ya sea sobre el Altar, o ante el Santísimo, o junto a los íconos de los bienaventurados que conforman las filas de la Iglesia triunfante, todo ello, además de ser una señal de reverencia y honor, buscan despertar nuestras conciencias y a través de la luz, somos inducidos a penetrar en el Misterio de Dios, a estar apercibidos de Su presencia que es fuego que consume y llama viva de amor, san pablo nos dice: "Así que, recibiendo nosotros un reino inconmovible, tengamos gratitud, y mediante ella sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia; porque nuestro Dios es fuego consumidor" (Hebreos 12:28-29).
Solo después de la tormenta y a la luz del alba, comienza a esbozarse la creación ante nuestros ojos, de la misma forma, solo ante la Luz de Cristo el corazón humano comienza a encarnar la paz que provoca Su amor, no solo el "sentirse", sino el "ser" plenamente pacificado por la garantía eterna de la suficiencia de su sacrificio en la Cruz; lo cantamos junto a Zacarías cada mañana: "Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz" (Lucas 1: 68-79).
Recordemos que, cuando Moisés estaba en contacto prolongado con la gloria de Dios, su rostro resplandecía, esta luz no era de origen natural, ni mucho menos era producida por sí mismo, sino que era un reflejo de la gloria de Dios que había llenado su ser. Moisés se impregnó de ella y la reflejaba en su rostro. ¿Acaso después de estar en oración, de servir al Señor en el hambriento, en el necesitado, en el enfermo, no has experimentado que tu rostro brilla de manera especial? ¿No hemos notado ese resplandor en la vida de aquellos cuya pasión es el Señor?
- La Luz transformadora
En el Tabor, la Verdad encarnada resplandece rebosante de belleza, y es una invitación de Dios a cada hombre; el "Yo soy la Verdad", la Verdad refulgente, la única Verdad, nos llama continuamente a su Luz. ¿Existe algo más luminoso que la verdad? A menudo, aquellos que han estado encarcelados, describen su experiencia en prisión como estar en la penumbra. Precisamente el anhelo por la libertad trae consigo intrínsecamente la idea de salir a la luz, es por ello que Jesús mismo nos dice: "y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres" (Juan 8:32).
Esto nos debe hacer reflexionar sobre el problema del hombre postmoderno, las ideologías imperantes como suculentas tentaciones, cargadas de relatividad, hedonismo y narcisismo, sacuden a la sociedad que poco a poco cae cada vez más en una readaptación ridiculizada del ser humano. El desprecio absoluto por la verdad impera y es fomentado, incluso hasta aquella verdad planteada por el quehacer científico, lo que conforma lo empíricamente comprobado es desestimado.
Es por ello que el cristianismo se mira como una religión del pasado, escuece la idea de un Dios que se hace hombre y muere en una cruz y resucita glorioso, para elevar al mortal a la altura de la divinidad, devolverle su estado original de pureza y eternidad. Toda esta apatía y estupor por la verdad está impulsada desde las sombras, articulado por el mismo demonio que ha logrado que muchos hombres incautos hayan caído ante su triple tentación y colmándoles de poder a cambio de impulsar planes totalmente opuestos al plan de Dios, llevan sobre sí el haber vendido sus almas y la responsabilidad de guiar a otras a la perdición. El mundo está en maldición y la respuesta la encontramos en san Juan: "Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas" (Juan 3:19).
¿Acaso la Iglesia está exenta de este vendaval del inframundo? Bien sabemos que no, palabras como pecado, arrepentimiento, santidad, condenación, cielo e infierno, ética o moral, entre otras, o no forman parte del vocabulario diario, o a la cristiana generación "Z" le suena a obsoleto. A la vista está el esfuerzo de reconocidas Iglesias históricas por cambiar tanto el contenido como la forma, de ciertos y puntuales temas que intentan acomodar al sentir de la turba adormilada, en vez de acrecentar su luz, pareciera que los cristianos bajaran la intensidad con tan de no molestar a nadie.
¿Qué ha pasado entonces? ¿Nos habremos quedado dormidos descuidando la oración? A los cristianos de hoy el apóstol Pablo nos dice con voz de trompeta: "Despiértate, tú que duermes, y levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo (Efesios 5:14). De poco hubiera valido que Cristo resplandeciese con toda su gloria si nadie hubiese sido capaz de contemplarlo, si los allí presentes no hubiesen tenido ojos para percibir la transformación. Aquí hay un gran misterio, el que Cristo se trasfigurara no implicó cambio alguno en Él, ni siquiera en su naturaleza humana, sino que el cambio se produjo en el interior de los Apóstoles que recibieron por un momento la facultad de ver a su Maestro tal cual era, resplandeciendo con la luz eterna de su divinidad.
Sólo aquellos que abren los ojos para ver al Señor pueden ser transformados en su interior, y es por ello que estamos comprometidos como hijos de Dios a ayudar a este mundo herido por la ceguera espiritual, a abrir sus ojos a la Verdad, a la Luz de Evangelio de la salvación. Jesús nos dice: "Vosotros sois la luz del mundo…". "Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mateo 5: 14-16). Habrá quién salte y nos diga lo mal que estamos los cristianos, cierto es que cada día trae un escándalo nuevo en torno a los consagrados, pero esto no debe desalentarnos, todo lo contrario, esto debe motivarnos a no descuidar las armas de nuestro combate contra el mal, a orar por todos aquellos que se han alejado de la Luz por desatender los medios de gracia.
Los cristianos debemos renovar nuestro compromiso de total entrega y abandono en Dios, recordemos al Patriarca Abraham, respondió a un Dios desconocido para él, pues pertenecía a una tribu idólatra, aun así, creyó, esperó y obedeció. De esta forma debe ser nuestra fe: inconmovible, indubitable, sin cuestionamientos, confiada en los planes y en la Voluntad de Dios. Si Abraham respondió con tanta confianza y tan cabalmente al llamado de Dios. ¡Cuánto más no debemos responder nosotros que hemos conocido a Cristo, y en los Apóstoles escuchamos la sentencia del cielo: "Éste es mi Hijo amado; escúchenlo"! Es la voz del Padre, que desde la nube -signo de la presencia de Dios mismo-, la shekiná; proclama a Jesucristo como Hijo suyo y manda a escucharlo, su enseñanza y poderío, son mayores que las encontradas en Ley y los Profetas, que, en Moisés y Elías junto a Él, vemos representadas. En Cristo se cumplen la Ley y los Profetas y, por tanto, habitando en Él la plenitud de la sabiduría y el plan divino, solo en Él encontramos palabras de vida eterna y solo Él puede salvar al hombre. Como seguidores del Maestro, estamos interpelados a hacer escuchar su Palabra en este mundo decrépito, es el único Camino, donde los hombres recuperarán el sentido de la vida y el gozo de vivirla en la Luz de la Verdad.
- La Luz alentadora
Aquel que llega a experimentar la presencia de Cristo en su corazón, ya no quiere salir de esa cúpula luminosa, lo vemos en los Apóstoles Pedro, Santiago y Juan, contemplan al Señor transfigurarse ante sus ojos, en todo su esplendor, perciben la intensa luz que irradia todo su ser, su Gloria, y aunque esta sublime experiencia los asusta, mayor es el gozo extraordinario que inunda sus corazones: «Señor, ¡qué bien se está aquí! ¡Hagamos tres tiendas!», es como decir: "¡Quedémonos aquí para siempre! ¡No queremos que este gozo intenso pase nunca!"
"Quien participa en la energía divina –escribe Palamás-, se convierte, de alguna manera, en luz; está unido a la luz y, con la luz, ve con plena conciencia todo lo que permanece escondido a los que no tienen esta gracia…; porque los puros de corazón ven a Dios que, siendo luz, habita en ellos, y se revela a aquellos que lo aman, a sus bienamados".
San Simeón, en uno de sus sermones, describe así su propia experiencia, si bien en tercera persona: "Vio que la luz misma se unía de una manera increíble a su carne y penetraba poco a poco sus miembros… y lo convertía totalmente a él mismo en fuego y en luz". Más adelante explica: "Dios es luz y comunica su claridad a los que se le unen, en la medida de su purificación. Entonces la lámpara extinguida del alma, es decir, el espíritu oscurecido, reconoce que se ha vuelto a encender, porque el fuego divino la ha abrasado". Y termina en plegaria laudante: "Lentamente disipaste la tiniebla que estaba en mí, quitaste la nube que me cubría, abriste mi oído espiritual, purificaste la niña de los ojos de mi espíritu. Por fin, habiéndome hecho tal como querías, te revelaste a mi alma brillante, viniendo a mí todavía invisible. Y de súbito, apareciste como otro sol, oh inefable condescendencia divina".
Amadísimos hermanos, como la transfiguración para los Apóstoles y muchos santos hombres, todos nosotros hemos vivido de alguna forma u otra, experiencias profundas que reconocemos como un regalo de Dios, un don, una gracia, una manifestación de su Luz; es menester traerle a la memoria continuamente, es un consejo apostólico valiosísimo: "Pero traed a la memoria los días pasados, en los cuales, después de haber sido iluminados, sostuvisteis gran combate de padecimientos", nos dice san Pablo (Hebreos 10:32). Todo ello constituye un firme aliciente para luchar día a día, convencido de que hay mucho más para aquellos que perseveran, aquello que «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, es lo que Dios preparó para los que le aman» (1Cor 2, 9).
Cuando
nos toquen momentos duros y difíciles, no nos desesperemos: abrasémonos a la
Cruz del Señor, oremos intensamente y esperemos con paciencia el nuevo
nacimiento del Sol, el triunfo del Señor en tu vida.
Y finalmente, cuando asistamos hoy al misterio admirable de la Eucaristía, donde Cristo se nos presenta, en alma, cuerpo y divinidad, bajo las formas de pan y de vino: vivamos con profundo amor y reverencia, aquel mismo deseo de los Apóstoles de quedarse junto al maestro trasfigurado en contemplación, pero en esta ocasión, la nuestra, de una simplicidad mística a la vez que insondable, ya no viéndole sobre la nube y resplandeciente, sino dentro de nosotros, haciéndose cuerpo nuestro y sangre nuestra, viviendo en nuestras almas por medio del Espíritu.
Al igual que en el Tabor, el Señor nos deja ver un anticipo de su resurrección, que es la nuestra, y nos hace brillar con todo su ser, ya no como en el pasado, "haciendo resplandecer Su rostro sobre nosotros", sino, brillando desde nosotros. Y es que, ¿acaso se puede estar en tinieblas si llevamos el Sol dentro?
Amén. Que así sea.
Mons. + Abraham Luis Paula Ramírez