Domingo de Ramos y de la Pasión del Señor
+ Evangelio según san Mateo 21, 1-11
Isaías 50, 4‑7 - No escondí el rostro ante ultrajes, sabiendo que no quedaría defraudado
Salmo 21/22, 8‑9. 17‑18a. 19‑20. 23‑24 - Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Filipenses 2, 6‑11 - Aprendió a obedecer y se convirtió en autor de salvación eterna
+ Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 14,1-15,47
Queridos hermanos:
Nos hemos abierto paso a través del angosto y árido desierto cuaresmal en busca del Monte Calvario, mediante las disciplinas espirituales, la práctica de aquellas privaciones voluntarias que nos han enseñado a reconocer y agradecer los dones que gratuitamente recibimos, ejercitando el dominio de nuestro orgullo e imitando la generosidad de Dios, compartiendo nuestros bienes con los necesitados. Camino, durante el cual, nos hemos abandonado en la oración asiduamente para recibir de Él la iluminación divina necesaria para seguir adelante y ahora, ante nosotros, el gran pórtico que nos conduce a la Semana Santa.
Desde lejos escuchamos el bullicio de un pueblo que recibe a su Rey. ¿Quién es este que viene "como la paz, bajo un clamor de olivos"?
Es Jesús, que se apresura a Jerusalén para cumplir las Escrituras: abraza la Cruz por amor a nosotros y, desde ella, para burla del Averno, gobierna sobre el cosmos durante siglos sin fin. El Hijo amado del Padre, sereno y sonriente, sentado en el trono excelso del Árbol Santo, continúa llamando a la humanidad a través de todos los tiempos. El Cordero inmolado, cual fuente inagotable de vida eterna, sigue bañando con su Sangre el Augusto Madero, mediante el cual ofrece a todo lo creado el regalo de la salvación.
En esta Semana gloriosa, asistiremos al gran combate sin igual que nos ha alcanzado la paz con Dios por medio de la victoria de Cristo. Todo parece ideal y maravilloso, y lo es, pero si miramos por un momento tal y como sucedieron los hechos, obviando todo el recubrimiento teológico que se nos ha legado y conocemos, podremos llegar a estremecernos en verdad, ya que lo que sucedió allí fue el quebranto y la muerte del Hijo de Dios. Uníamos nuestras voces al inicio de la liturgia y cantábamos:
"Cabalga regio en majestad,
y los ángeles del cielo,
miran con lágrimas al ver
que se aproxima el duelo".
¡En verdad, qué tan amargo duelo nos ha conseguido las dulzuras del cielo!
Allí, prácticamente en la última parte del camino, al salir de Jericó, tiene lugar ante los ojos curiosos y sedientos de prodigios la sanación del ciego Bartimeo, último milagro que se registra en el evangelio de Marcos. Él sabe quién es Jesús, percibe su presencia y al oír el revuelo no lo piensa dos veces, comienza a llamarlo "Hijo de David", que es un título mesiánico: "¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí" (Marcos 10: 47)! Tras aquel prodigo que precedió aquel ruego profético salido de la boca de Bartimeo: "Hijo de David", la muchedumbre se conmueve, y estalla en gran alboroto al recordar la profecía de Zacarías: "¡Alégrate mucho, oh hija de Sión! ¡Da voces de júbilo, oh hija de Jerusalén! He aquí, tu rey viene a ti, justo y victorioso, humilde y montado sobre un asno, sobre un borriquillo, hijo de asna" (Zacarías 9:9).
¿Este Jesús no sería quizás nuestro Mesías? ¡Mirémosle, entra en la ciudad santa desde Betfagé, montado sobre un pollino! ¡No puede ser otro, es él! ¡Este es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea!
Los ánimos estaban ya tan enardecidos que, tanto los discípulos de Jesús como los peregrinos, toman sus mantos y los echan encima del pollino; otros alfombran con ellos el camino de Jesús a medida que avanza sobre el asno. Después cortan ramas de los árboles y comienzan a gritar las palabras de bendición de los peregrinos recogidas en aquel antiguo Salmo: "¡Hosanna!, bendito el que viene en el nombre del Señor. ¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!" (Salmo 118/119: 25-26). Lo que estamos viendo aquí es el recibimiento de un rey. Estamos presenciando una gozosa bienvenida ofrecida a un monarca que acaba de triunfar sobre su enemigo en el campo de batalla, y que ahora regresaba nuevamente a su reino.
"Hosanna", que significa "sálvanos ahora", aclaman quienes reconocen como el Mesías, descendiente del rey David, al que no entra arrogante en un carro tirado por caballos, sino manso y humilde sobre un asno. Su reino es distinto de los de este mundo, y esto es lo que va a manifestarse en su pasión, muerte y resurrección.
Inicialmente, la multitud le reconoció por quien Él es, pero todo esto pronto cambiaría. Después de un pequeño tiempo, las alabanzas y el júbilo se terminarían y se volverían en traición y condenación. Después de unos días, este pueblo que gritaba "¡Hosanna al Hijo de David!", pronto escogería aceptar a un ladrón y homicida en la comunidad en vez de a Jesucristo. Pero las preguntas que debemos hacernos ahora son: ¿por qué sucedió un cambio tan drástico? ¿Qué tiene que ver esto con nosotros?
Mucho mis hermanos, seguimos siendo los mismos, aquellos que nos esperanzamos fácilmente y nos dejamos llevar por las emociones. Luego, al pasar el oropel, nos desilusionamos, porque "nada era lo que parecía", pero esto no es cierto, más bien deberíamos ser francos y decir, "nada era lo que yo quería". Aquel pueblo no buscaba un salvador de almas, buscaba un libertador político. ¿Qué buscamos nosotros? ¿Qué es lo que queremos en realidad? Estas cuestiones podrían ayudarnos a comprender verdaderamente cuán sinceros somos en nuestro trato con el Señor y con los que nos rodean. Nos permitirán medir el alcance que puede llegar a tener nuestro egoísmo y reconocer que muchas veces, al dejar abandonado a quien aclamamos fervorosamente y con quien nos comprometimos un día, se evidencian nuestras verdaderas intenciones que, al verse frustradas, optamos por la indiferencia, el olvido y el menosprecio.
Somos los mismos peregrinos del camino que necesitan tener una ilusión para vivir, pero no ponemos los ojos en lo que es verdaderamente necesario, en lo perdurable. Por ello, igualmente, nuestras fuerzas, nuestro compromiso, nuestra palabra, serán fugaces. Pongámonos en el lugar de dicho pueblo. Hoy recibimos a Jesús con cantos y hosanas, como sus contemporáneos, pero seguramente, también como ellos, tras esta celebración, al continuar con nuestras vidas, muchos le vamos a negar, a traicionar y le vamos a seguir crucificando en los pobres, en los marginados, los discriminados, en las víctimas de las guerras, de la injusticia y de la maldad.
Aquel pueblo con razón aclamaba: ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! Los judíos habían esperado por mucho tiempo que se cumpliera la promesa de Yahvé dada al Patriarca Abraham una vez llegado el Mesías. En efecto, en Cristo Jesús se cumple la palabra de Dios, verdaderamente en Él son "benditas todas las familias de la tierra" (Génesis 12,2-3). Asumiendo nuestra naturaleza, se ha conectado para siempre con nosotros, por lo cual esta unión, fruto del amor del Padre, genera en aquellos que son injertados en la divinidad por medio del agua y el Espíritu, las muchedumbres de sus bendiciones. Así, la humanidad reconciliada por medio de la Cruz, es bañada por la gracia de Cristo, imagen del Dios vivo. Gracia que todo lo impregna, todo lo sustenta, todo lo redime y purifica. Igualmente, al ser Cristo nuestra Cabeza, no está ajeno a nuestros sufrimientos, tampoco a nuestros desprecios, ni a nuestras traiciones, porque al ser el Amor verdadero: "no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta" (1 Corintios 13: 5-7).
Y nosotros, que hemos obtenido tal conocimiento del misterio de la Fe y por la gracia de Dios, hemos llegado una vez más a este momento, ¿qué decisión vamos a tomar en nuestra vida? ¿Al fin este será el Domingo de Ramos en que aprendamos a sopesar con madurez la genuinidad de nuestras actitudes o seguiremos por más tiempo viviendo en la contradicción o el sinsentido? ¿Maduraremos al fin en la fe del Hijo de Dios, buscando cada vez más su luz y su verdad, o nos quedaremos con lo efímero de las ramas que al año siguiente son quemadas, o con los mantos que roen la polilla y el orín?
Jesús afirma que nuestro tesoro está allí donde tenemos el corazón; si nuestro corazón está en Dios, nuestro deleite estará en la meditación de su Palabra, capaz de modelar nuestras acciones y nuestros sentimientos, de forjar en nosotros un estilo de vida conforme al Evangelio, firme ante la tentación y, por tanto, veraz. Si, por el contrario, nuestro corazón está en las cosas que se corroen, se carcomerá, los sentimientos serán dañinos e incluso el mismo sentido de la vida se perderá. Junto a San Pablo os exhorto: "Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria" (Colosenses 3:2-4).
En un mundo donde continuamente se prefiere a "Barrabás", figura del vicio y del pecado, y se hace de manera jactanciosa, revestida de "modernismo" y de "empoderamiento", impulsando toda clase de programas e ideologías que arrastran al hombre a la mutilación de su conciencia, reduciéndolo así a la figura del antropoide, sin capacidad de pensar por sí mismo y preso de sus instintos más salvajes; nosotros, el pueblo de Dios, asidos de la Cruz del Señor, no podemos dejarnos manipular con facilidad por estas melodías infernales. Sabemos que es continuo el intento de borrar toda herencia cristiana de las naciones y pueblos que han alcanzado su máximo desarrollo a la luz de la fe en Cristo.
Estamos llamados a estar alertas, a perseverar en la oración, pero igualmente dispuestos a dar a conocer el mensaje de la Verdad. ¿Cómo es posible que incluso esta Semana Santa se encuentre sentenciada al miedo, sintiéndonos amenazados por lo que pudiera llegar a ser la Tercera Guerra Mundial? ¿Cómo es posible que en nuestro continente europeo tan privilegiado y sazonado por la predicación de Cristo, a la hora de tomar decisiones trascendentales como lo es la guerra, u otras, referidas a las actuales "agendas del caos", no se tenga en cuenta Su mensaje de concordia y la sabiduría que encierran para la felicidad del hombre Su Palabra? No hay dudas, el Señor está entre los suyos, es conocido, ha sido recibido entre su pueblo entre gritos de aclamación, pero todo ello hoy se queda en lo plástico y visual, las acciones dicen otra cosa: ¡A ese no! ¡A ese crucifíquenlo! ¡Este no encaja con nuestra "Agenda"! ¡Elijamos a Barrabás!
No podemos eludir estas cuestiones cruciales los que seguimos a Cristo nuestro Rey, un Mesías que no nos ofrece una felicidad terrena fácil, cuyo camino es angosto, un camino de rendición a Su voluntad que busca el bien de todos los hombres, por lo que no hay lugar para el egoísmo; pero que sabemos que aquellos que escogen seguir sus huellas llegarán hasta donde ahora Él está reinando, alcanzarán la felicidad del cielo, la eterna bienaventuranza. ¿Qué responderemos en estos días ante la Cruz? No puede ser que sigamos siendo los mismos, aquel Judas que le traiciona sacrílegamente con un beso, aquel Pedro que niega conocerle, aquel pueblo que le cambia por un ladrón. ¿Hasta cuándo los cristianos seguiremos siendo hipócritas, hasta cuando nos seguiremos persiguiendo unos a otros? ¿Hasta cuándo los pastores seguiremos vistiendo la piel de la oveja que como lobos nos hemos comido? ¿Seguiremos viviendo una fe de fulgores fugaces tras esta Semana Gloriosa?
Ante nuestras incoherencias y maldades, conociendo ya a la luz de nuestro tiempo quién es el Cristo y todo lo que puede hacer por nosotros y por el mundo, este mundo nuestro al que tanto amó hasta entregarse en sacrificio expiatorio por toda la humanidad; no dejemos entonces de gritarle con todas las fuerzas de nuestro ser: ¡Hosanna! ¡Sálvanos ahora, Señor! ¡Te necesitamos!
Hoy alzamos ramas de olivo en nuestras manos, un signo que es tenido desde la antigüedad como símbolo de paz y de victoria sobre los malos espíritus. Estas ramas que bendecimos en el nombre de Cristo, que luego llevamos hacia nuestros hogares, lejos de ser para el cristiano un amuleto, son un recuerdo de rendición y humildad ante el reinado del Príncipe de la Paz. Os exhorto, entonces, a que cada vez que veamos la rama bendecida, recordemos aquella paloma que trajo en su pico una ramita de olivo a Noé tras el diluvio universal, significando el fin del juicio de Dios con los hombres, y hagamos esta u otra sencilla oración que implore por la paz universal: "Señor Jesús, Príncipe de la Paz, concédenos a todos los hombres la reconciliación contigo y, fruto de esta unión, la paz a todo el mundo. Amén".
Que en este día sea más fuerte la voz de nuestra alabanza que el ruido ensordecedor de la guerra, como hicieron aquellos que acogieron a Jesús en Jerusalén con su "hosanna"; y el agradecimiento, por todo lo que en su muerte nos ha dado, y a este regalo de Dios, a esta salvación tan grande, correspondamos con el don de nosotros mismos, de nuestra vida rendida ante su presencia.
Mantengamos vivas nuestras tradiciones en estos días y para que puedan calar en el corazón de los más jóvenes o aquellos que no las conocen, es necesario encarnarlas, amplificarlas con nuestra vida de servicio y testimonio de Fe en Cristo. Esto es lo que la Iglesia ha visto en las palmas y en los mantos tendidos ante el Señor, un símbolo de la rendición de su pueblo en actitud de gratitud y adoración.
Y así, junto a san Andrés,
obispo de Creta y uno de los antiguos Padres de la Iglesia, sintamos una vez
más nuestro corazón arder de pasión al escuchar esta archiconocida y
maravillosa invitación: «Así es como nosotros deberíamos prosternarnos a los
pies de Cristo, no poniendo bajo sus pies nuestras túnicas o unas ramas
inertes, que muy pronto perderían su verdor, su fruto y su aspecto agradable,
sino revistiéndonos de su gracia, es decir, de él mismo… Ofrezcamos ahora al
vencedor de la muerte no ya ramas de palma, sino trofeos de victoria. Repitamos
cada día aquella sagrada exclamación que los niños cantaban, mientras agitamos
los ramos espirituales del alma: "Bendito el que viene, como rey, en nombre del
Señor". Amén.
Mons. + Abraham Luis Paula Ramírez