Domingo de la Santísima Trinidad
EVANGELIO
Bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mateo 28, 16-20)
En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado.
Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban.
Acercándose a ellos, Jesús les dijo:
—«Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra.
Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.
Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo».
Homilía
Queridos hermanos: Si bien la celebración del Pentecostés es la Fiesta de la Iglesia, sin dudas a la solemnidad que hoy asistimos puede llamársele la fiesta de Dios. La Iglesia rinde culto a la Santísima Trinidad todos los días del año, y principalmente los Domingos; no obstante, este Primer Domingo después de Pentecostés, de manera especial fija su atención en las tres divinas Personas.
La Fe en el Dios Triuno, es pues el centro de nuestro culto y de nuestra existencia, del cual todo procede y al cual todo vuelve. El misterio de la unidad de Dios y, a la vez, de su subsistencia en tres Personas iguales y distintas. Padre, Hijo y Espíritu Santo: cohabitan en unidad de comunión y en comunión de unidad. Es provechoso que los cristianos, en este gran día, no sólo elevemos alabanzas sublimes a nuestro Dios Todopoderoso, sino que, además, seamos conscientes de que este misterio está presente en nuestras vidas: desde el Bautismo —que recibimos en nombre de la Santísima Trinidad— hasta nuestra participación en la Eucaristía, que se hace para gloria del Padre, por su Hijo Jesucristo, mediante la cooperación del Espíritu Santo.
El persignarnos, costumbre cristiana que se remonta al siglo III, desde sus primeras formas más discretas hasta la evolución en la gran cruz que dibujamos sobre nosotros, ha acompañado la vida de fe de la Iglesia a lo largo de los siglos y es la señal por la cual nos reconocemos como cristianos: la señal de la Cruz, en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
En el Evangelio de este domingo vemos al Señor Jesús que, antes de volver definitivamente al Padre, encarga a sus Apóstoles una misión muy específica: «Vayan y hagan discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que les he mandado». Bautizar «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» significa, por tanto, consagrar a la persona a Dios, hacerla pertenecer a Él totalmente, incorporándola a Aquel cuyo nombre es pronunciado, incorporándola a Dios, uno y trino. Verdaderamente, el Bautismo cristiano «significa y realiza la muerte al pecado y la entrada en la vida de la Santísima Trinidad a través de la configuración con el misterio pascual de Cristo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1239). Sin la Trinidad no es posible la salvación.
La meditación en este Misterio de Dios, debe llevarnos siempre a la búsqueda de la unidad entre todos aquellos que profesamos la Fe verdadera. Deberíamos ser imitadores de la Trinidad, Quien lejos de ponerse aparte, distante e inaccesible, viene a nosotros, habita en nosotros y nos va transformando desde nuestro interior hasta que llegamos a ser abrazados por el fuego de su Amor. Dios es amor, Dios es Trinidad de amor. Cuándo será el día cierto en que los cristianos, -todos aquellos cuya Fe descansa en la economía de la salvación que hace posible el trabajo de la Trinidad-, depongamos nuestras diferencias y alcemos los ojos a Única Deidad adorable, convenciéndonos de que es mayor lo que nos une que cualquier otra razón, y de esta forma comencemos a vivir en verdadero sentir de unidad, sin que esto vea amenazada nuestra hermosa diversidad.
Hoy, al acercarnos a la Comunión del Cuerpo y la Sangre de Cristo, signo de unidad y vínculo de caridad, pidamos perdón a Dios por cuántas veces comulgamos sin percatarnos de la dimensión de tan augusto sacramento: unidad y caridad. Como católicos antiguos sabemos que quien en la fe recibe el sacramento de la Eucaristía, se purifica de los pecados cotidianos, multiplica y fortalece la gracia de Dios, toca directamente el misterio de la Santísima Trinidad y entra así en la comunión de la vida de los santos en Cristo y con Cristo. Pidámosle al Señor, que al comer de su Carne y beber de su Sangre, nos colme de verdadero amor y vehementes deseos de reconciliación, que nos permita sentir lo que es llegar a ser hijos suyos, y, por tanto, familia en Cristo, así como Él es familia divina de tres Personas.
Busquemos y vivamos la fraternidad, teniendo como ejemplo, la misma unidad de la Trinidad, ¿cómo pretenderemos llevar a otros a la Fe verdadera, si nuestras vidas dictan mucho de la vida de nuestro Dios? ¿Acaso un buen hijo no debe imitar a su padre?
Que, en este día, al adorar la hermosura de la majestad de nuestro Dios, podamos experimentar en nuestro ser más hondo, ardientes ansias de Él, y que estas nos lleven a un verdadero deseo de su presencia, tal y como lo expresa tan hermosamente santa Catalina de Siena: «Tú, Trinidad eterna, eres como un mar profundo en el que cuanto más busco, más encuentro, y cuanto más encuentro, más te busco».
Amén. Que así sea.
Mons. + Abraham Luis Paula