Creemos...

¿En qué creemos?

La Iglesia Antigua Católica y Apostólica (IACA) conserva y profesa los antiguos Credos de la Iglesia indivisa, en los cuales se expresan —con palabras breves pero exactas— las verdades fundamentales de la fe católica.  

"El hombre sin fe es comparable a un ciego. La fe le permite al hombre obtener el conocimiento espiritual, que le ayuda a ver y comprender la esencia de lo que pasa a su alrededor, la razón de la creación, la finalidad de la existencia, lo que es correcto y lo que no lo es, hacia donde debe orientarse". 

La fe que esta comunidad enseña, celebra y custodia es la misma Fe Católica, sin añadiduras ni reducciones, en comunión espiritual con el testimonio unánime de los Padres y de la Iglesia primitiva. En ella resuena el principio formulado por san Vicente de Lerins: 

 "Id teneamus, quod ubique, quod semper, quod ab ómnibus creditum est; hoc est etenim vere propieque catholicum": 'Retenemos todo lo que ha sido siempre creído por todos y en todas partes ya que es verdadera y propiamente católico' (cfr. Commonitorium, 2).

Toda expresión doctrinal o práctica de fe vivida en la IACA se acoge bajo tres fuentes y criterios inseparables: 

  • Las Sagradas Escrituras contienen la esencia de la Fe, hablan de Dios y revelan su plan de salvación. Por ellas conocemos la voluntad de Dios, hecho carne en Jesucristo.
  • La Tradición, como transmisión viva del Evangelio a lo largo de los siglos, guía en la interpretación de las Escrituras y testimonio continuo de la fe apostólica bajo la acción del Espíritu Santo. 
  • La razón iluminada por la fe, que permite comprender, discernir y aplicar la doctrina cristiana en los diversos contextos de la vida, promoviendo un pensamiento responsable, ético y espiritual. 

La IACA se comprende a sí misma como una comunidad de adoración: sacramental, litúrgica y orante. Su espiritualidad brota de la vida de la Iglesia de los primeros siglos, vivida en fidelidad a la Tradición y celebrada en comunión con la fe transmitida desde los Apóstoles. 

 

Dios

Por encima de todo cuestionamiento doctrinal, la Iglesia Antigua Católica y Apostólica afirma con gozo que hay un solo Dios, eterno y viviente, quien se ha revelado como Creador —Dios Padre—, como Redentor —Dios Hijo—, y como Santificador —Dios Espíritu Santo—. Esta es la santa doctrina de la Trinidad, profesada en los Credos y custodiada en la fe de la Iglesia indivisa. 

Dios se ha dado a conocer como el "Yo Soy", fuente de todo ser, plenitud de amor, verdad y bondad. Él es uno en esencia y trino en personas. Por su Palabra, el mundo fue creado; y por su Espíritu, la creación permanece en constante relación de gracia con su Creador.

En esta vida, no vemos a Dios tal como es, sino que lo conocemos a través de sus obras y por su revelación. La creación entera, como sacramento de su presencia, permite vislumbrar su gloria. Pero es en la revelación divina —culminada en Jesucristo, Verbo encarnado— donde la verdad sobre Dios resplandece con luz plena.

El conocimiento de Dios no es solo un ejercicio de razón, sino ante todo un don: Él mismo se da a conocer a quien le busca con fe, esperanza y amor. Por el Espíritu Santo, se nos concede una visión más profunda del misterio, no para poseerlo, sino para adorarlo.


Fuentes de Revelación

La Iglesia Antigua Católica y Apostólica profesa que las Sagradas Escrituras, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, son Palabra de Dios, revelada e infalible, fundamento primero y norma de su fe. Para ser comprendidas rectamente, han de leerse a la luz de la razón, elevada por la gracia e iluminada por la fe.

Junto a la Escritura, la IACA acoge con veneración la Tradición viva de la Iglesia, especialmente la enseñanza de los Santos Padres —de Oriente y de Occidente—, cuya fe, transmitida y vivida en la comunión de la Iglesia indivisa, sigue orientando la doctrina, la oración y la vida sacramental del Pueblo de Dios.

La Tradición no modifica la Escritura, sino que la explica, la desarrolla y la custodia en el tiempo. En ella resuena la voz viva del Espíritu Santo que guía a la Iglesia en el conocimiento más profundo del Misterio.

No es solo memoria ni conservación; es un principio vital y carismático, mediante el cual la fe apostólica se transmite, se enriquece y se renueva sin perder su identidad. Como ha sido dicho con acierto:

"La tradición es un principio carismático, no histórico".


Confesión de Fe

Para la Iglesia Antigua Católica y Apostólica, los Credos históricos —particularmente el Símbolo de los Apóstoles y el Credo Niceno-Constantinopolitano— constituyen auténticos Símbolos ecuménicos, en cuanto expresan con sobriedad y profundidad la fe común de la Iglesia indivisa.

Junto a ellos, la IACA reconoce con veneración los consensos doctrinales de los Concilios Ecuménicos del primer milenio, en los que la Iglesia, guiada por el Espíritu, discernió y proclamó la verdad revelada en fidelidad a la Tradición apostólica.

Otras declaraciones de fe provenientes de siglos posteriores pueden contener verdades teológicas válidas, cuando reflejan la enseñanza común y constante de los obispos en comunión con la fe católica. En algunos casos, se trata de opiniones teológicas legítimas, que pueden variar en autoridad y recepción dentro de las Iglesias locales.

Los artículos fundamentales de la fe se centran en el misterio trinitario y en la persona de Jesucristo, Hijo de Dios, plenitud de la revelación y fundamento de la salvación.

La IACA aprecia con gratitud las enseñanzas de los Santos Padres de Oriente y Occidente, así como de otros maestros autorizados del pensamiento cristiano, volviendo a ellos como a una fuente viva de sabiduría espiritual y teológica.

Desde esta visión, la infalibilidad de la Iglesia se comprende como la fidelidad constante del Pueblo de Dios a la verdad revelada, manifestada en la comunión de la fe y sostenida por el testimonio vivido a lo largo del tiempo. 


Jesucristo y el Espíritu Santo

Creemos que Jesucristo es el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la Santísima Trinidad, plenamente Dios y plenamente hombre, nacido sin pecado del seno purísimo de la Virgen María por obra del Espíritu Santo. Él es el Verbo encarnado, imagen visible del Dios invisible, centro y plenitud de la historia de la salvación.

Por amor al mundo, murió en la cruz, ofreciendo su vida como redención por nuestros pecados; resucitó al tercer día, vencedor de la muerte, y ascendió al cielo, donde reina gloriosamente a la derecha del Padre. Esperamos con fe su venida gloriosa al final de los tiempos, cuando manifestará plenamente su Reino y juzgará con misericordia y justicia a vivos y muertos. Su señorío no tendrá fin.

Creemos que el Espíritu Santo es el Señor y dador de vida, amor eterno del Padre y del Hijo, que procede del Padre y ha sido derramado sobre la Iglesia para hacerla templo vivo del Dios trino. Él habita en los corazones de los fieles, los consuela como Paráclito, los purifica, enseña, fortalece y conduce a la verdad plena.

Desde la creación —cuando Dios infundió al hombre el aliento de vida (cf. Gén 2,7)— hasta la consumación final, el Espíritu renueva la faz de la tierra, vivifica a la Iglesia, y guía a los creyentes en el camino de la santidad. Su presencia interior nos configura con Cristo, nos une en la comunión de la Iglesia y nos transforma desde dentro como hijos en el Hijo.


El hombre y los ángeles

El hombre es la corona de la creación visible, formado por Dios con sabiduría y amor, a su imagen y semejanza (cf. Gén 1,26). Dotado de alma espiritual, razón, voluntad y cuerpo, ha sido creado para vivir en comunión con su Creador y participar de su gloria.

Al desobedecer el mandato divino, el ser humano perdió la visión beatífica y fue herido por el pecado, apartándose de la plenitud para la que había sido destinado. Pero Dios, rico en misericordia, envió a su Hijo al mundo para redimir al hombre, restaurar su dignidad y devolverle, por gracia, la esperanza de la vida eterna.

La vocación del hombre es adorar, amar y servir a Dios, cumplir su voluntad y dejarse guiar por el Espíritu Santo. Quien así vive, camina hacia la bienaventuranza eterna, fin último de toda criatura racional.

La existencia de seres espirituales, por consiguiente, en principio incorporales, que la sagrada Escritura llama habitualmente ángeles, es una verdad de fe. El testimonio de la Escritura es tan claro como la unanimidad de la Tradición.

En tanto que criaturas puramente espirituales, tienen inteligencia y voluntad: son criaturas personales e inmortales (cf Lc 20, 36). Superan en perfección a todas las criaturas visibles. El resplandor de su gloria, según el testimonio bíblico, manifiesta su perfección (cf Dn 10, 9-12).

Desde el inicio de la creación (cf. Jb 38,7), los ángeles —llamados también "hijos de Dios"— anuncian, acompañan y sirven el plan divino de salvación. Son mensajeros del Altísimo, lo glorifican sin cesar, y tienen como misión asistir espiritualmente a quienes han de heredar la vida eterna.  

Como enseñó Santo Tomás de Aquino: "Ad omnia bona nostra cooperantur angeli" — "Los ángeles cooperan en toda obra buena que hacemos" (S. Th. I, q. 114, a. 3, ad 3).

La Tradición distingue claramente entre los santos ángeles, fieles servidores de Dios, y aquellos que, por soberbia y rebelión, cayeron de su dignidad: espíritus malignos, también llamados demonios, que se oponen al designio divino y combaten la obra de la redención. Estos seres, encabezados por Satanás, son reconocidos por la Iglesia como enemigos espirituales cuya acción ha sido permitida para poner a prueba la libertad humana, pero que serán finalmente vencidos por Cristo, Rey victorioso. 


Iglesia y pueblo sacerdotal

La Iglesia es el Pueblo de Dios en camino, que avanza por la historia guiado por la gracia del Espíritu y bajo el señorío de Cristo. Es comunión visible e invisible de creyentes, bautizados, justificados y santificados por la obra redentora del Señor, que perseveran fielmente en la fe apostólica, en el servicio al prójimo y en la adoración del Dios trino.

La Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo y Sacramento universal de salvación, es una, santa, católica y apostólica. En medio del mundo, el Pueblo de Dios se reúne en las iglesias locales, donde, invocando al Espíritu Santo, participa de la vida divina, nutrida por la Palabra y los sacramentos.

Por el bautismo y la confirmación, todos los fieles participan del sacerdocio real de Cristo, llamados a ofrecer sus vidas como ofrenda espiritual, a acoger con docilidad los dones del Espíritu Santo y a colaborar activamente en la misión evangelizadora de la Iglesia. El anuncio del Evangelio, el testimonio de la caridad y la celebración del misterio pascual son tareas compartidas por todos los miembros del Cuerpo de Cristo, según la diversidad de carismas y ministerios.


Sacerdocio sacramental

Para que la Iglesia pudiera cumplir su misión en el tiempo, Cristo instituyó el sacerdocio ministerial, comunicándolo sacramentalmente a los apóstoles y, por ellos, a sus sucesores. Este ministerio, configurado por la imposición de manos y la oración de consagración, es transmitido en la Iglesia por el Espíritu Santo, que llama irrevocablemente a algunos para servir al Pueblo de Dios en nombre y persona de Cristo Cabeza.

Por el sacramento del Orden, estos ministros son configurados con Cristo Siervo, y reciben la autoridad y la gracia necesarias para predicar fielmente la Palabra de Dios, celebrar con reverencia la Eucaristía y administrar los sacramentos, edificando así el Cuerpo de Cristo y sirviendo a su unidad.

El ministerio sacerdotal se despliega en tres grados: diaconado, presbiterado y episcopado. Cada uno participa, a su modo, del único sacerdocio de Cristo. Este ministerio no es una prerrogativa humana, sino un don gratuito y sobrenatural, que exige fidelidad a la comunión apostólica y a la enseñanza íntegra de la fe católica.

En su forma auténticamente antigua, la Iglesia Antigua Católica y Apostólica reconoce y mantiene la existencia del Subdiaconado como etapa preparatoria para las órdenes mayores. Asimismo, cultiva con veneración la práctica de las órdenes menores, concebidas como sacramentales al servicio de la liturgia y de la formación eclesial.

Estas etapas comprenden la Tonsura, como signo de consagración inicial, seguida por los oficios de Portero, Lector, Exorcista y Acólito, todos orientados a preparar al candidato en la vida de oración, servicio y obediencia litúrgica. Así, quienes se acercan al altar lo hacen con humildad, discernimiento y espíritu de auténtica vocación, sostenidos por la bendición de la Iglesia y la acción silenciosa del Espíritu Santo.


Gracia: Obra redentora de Cristo

La gracia de Dios es un don gratuito y sobrenatural, fruto del amor eterno de la Santísima Trinidad, que se derrama sobre el mundo por medio de la obra redentora de Cristo. Por la gracia, el ser humano se hace partícipe de la vida divina y puede ser elevado a la comunión con Dios, que es su verdadero destino.

En el principio, nuestros primeros padres participaron de esta vida divina, pero al caer en el pecado rompieron esa comunión. Desde entonces, la humanidad herida quedó privada del acceso pleno al Misterio de Dios. Sólo por los méritos de Cristo, mediante la gracia otorgada por el Espíritu Santo, se restituye esa participación en el designio salvífico, y se inaugura un nuevo camino de justificación y santificación por la fe.

Cristo, en su pasión, muerte y resurrección, redimió a toda la humanidad y restauró el orden de la creación entera. Sin embargo, esta redención —universal en alcance— exige una respuesta personal: cada ser humano, en libertad, es llamado a acoger por la fe esa gracia salvadora, y a vivir conforme al amor que ha recibido.

La justificación, entendida como acción de Dios que nos perdona y nos hace justos en Cristo, es don divino. La santificación, como respuesta del creyente que coopera con la gracia, es el fruto visible de esa unión transformante con el Salvador. Ambos aspectos —don y cooperación— convergen en la vida cristiana como participación real en la misma vida divina.

Esta obra interior es realizada por el Espíritu Santo, que actúa en lo profundo del alma, renovándola, purificándola, y llevándola hacia la inhabitación trinitaria. Cuanto más se acerca el hombre a Dios con libertad y fe viva, más profundamente es transformado por la presencia real del Dios trino en su interior.

La salvación eterna está ofrecida a todos. Dios, que es amor, no desea que nadie perezca, sino que todos lleguen al conocimiento de la verdad y a la conversión (cf. 2 Pe 3,9). Nadie está predestinado al rechazo. La elección divina se da en armonía con el libre albedrío: Dios, que todo lo conoce desde la eternidad, respeta el misterio de la libertad humana, y su juicio será conforme a la verdad, al amor y a las obras.

En esta esperanza escatológica se funda la certeza de la Iglesia: la salvación es ofrecida a todos, pero acogida sólo por quienes abren el corazón a la fe que actúa por el amor (cf. Gál 5,6).


La Comunión de los Santos y la Virgen María

Sanctorum Dei Communio se refiere a la unión espiritual de todos los cristianos, es decir, la Iglesia Militante y la Iglesia Triunfante. Ambas forman parte del Cuerpo Místico de Cristo, del cual Él es la Cabeza, y en el que cada miembro contribuye al bien de todos y comparte los bienes con todos.

Así, desde sus inicios, la Iglesia se alegra en reconocer y conmemorar a los fieles difuntos que, siguiendo el ejemplo de su Salvador Jesucristo, fueron extraordinarios o incluso heroicos servidores de Dios y de su pueblo; da gracias a Dios por los santos, pide al Señor la fuerza para seguir sus ejemplos, y anhela participar de su gloria junto a ellos.

Por medio de este reconocimiento y conmemoración, sus devotos ministerios perduran en el Espíritu, así como su ejemplo y compañerismo continúan alimentando a la Iglesia que peregrina en su camino hacia Dios.

Esta ininterrumpida comunión con los victoriosos representantes de las generaciones pasadas —que comienza con los patriarcas y profetas del Antiguo Testamento e incluye a los apóstoles, los testigos de la Encarnación, los mártires, doctores, y santos y santas de todas las naciones a lo largo de los siglos— hace que los cristianos congregados en esta Comunidad se vean profundamente enraizados en la más pura ortodoxia, al tiempo que les ofrece protección contra la herejía.

Entre los santos, se reserva un lugar de gran significación y singularidad para la Madre de Dios, la Virgen María. El largo proceso de purificación e iluminación de la raza judía, tan vivamente descrito en el Antiguo Testamento, alcanzó su culminación en la Theotokos. En ella hallaron cumplimiento la fe y el heroísmo de muchas generaciones del pueblo elegido. Aceptó con humildad el desafío de la Anunciación. Como primera testigo del Señor, aparece junto a la Cruz y a la asamblea de los apóstoles el día de Pentecostés.

En consonancia con nuestra adhesión a la catolicidad antigua, María es honrada como la "Madre de Dios"; con ello testificamos y proclamamos la divinidad de Cristo, su Hijo. Vemos en ella a la bienaventurada entre las mujeres que, por su valiente decisión abrahámica de fiarse de la voluntad de Dios, reconocemos como primera discípula y hermana en la fe, digna de admiración y respeto.

La Virgen María es, además, modelo de modo especial de la vida silenciosa y de la plegaria, de la fe y de la obediencia a la voluntad divina.

En la historia de la salvación, ella fue, en cierta medida, el lugar donde Dios —el Hijo— se apartó de su mansión celestial y entró en nuestro mundo para estar presente no solo como quien lo gobierna y sostiene, sino también actuando como agente de la salvación. De ahí que la devoción que se tribute a la Virgen sea siempre cristocéntrica, ya que ella aparece en todo tiempo relacionada a Cristo a través de su maternidad.

Sanctorum Dei Communio
Sanctorum Dei Communio

Sacramentos o Misterios de la Iglesia

Los sacramentos son signos visibles instituidos por Jesucristo, mediante los cuales las realidades materiales se convierten en portadoras del Espíritu Santo, siendo vehículos eficaces de la gracia divina. En ellos, la acción santificadora de Dios se hace presente de modo tangible, y el creyente es transformado interiormente por la fe viva, la esperanza y el amor.

A través de los sacramentos, el cristiano participa real y espiritualmente del misterio de Dios, que no es otro que el misterio de su amor: el ágape trinitario que fluye del Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo.

La Iglesia reconoce en estos signos sagrados una estructura que refleja las grandes etapas de la vida cristiana: los sacramentos de la iniciación, que introducen al creyente en la vida divina; los sacramentos de la sanación, que restauran el alma y el cuerpo heridos por el pecado o la fragilidad; y los sacramentos al servicio de la comunión, que edifican el Cuerpo de Cristo y sostienen su misión en el mundo.

Todos los sacramentos convergen hacia la Eucaristía, culmen y fuente de toda la vida eclesial. Como enseñó Santo Tomás de Aquino, la Eucaristía es el fin al que tienden los demás sacramentos y, a la vez, el manantial del que brotan su eficacia y su plenitud.

Bautismo

Bautismo
Bautismo

Mediante las aguas del Bautismo, la persona es purificada del pecado y regenerada en Cristo. En este sacramento pascual, el neófito se sumerge en la muerte del Señor y resucita con Él, naciendo de nuevo como criatura renovada por la gracia. Inmediatamente después, en la misma celebración, la unción con el santo Crisma —signo sacramental de consagración— manifiesta que el bautizado participa para siempre del ministerio real, sacerdotal y profético del Mesías. Unido a Cristo y configurado por su Espíritu, el bautizado es incorporado de manera irreversible a su Cuerpo que es la Iglesia, y recibe en su alma el sello indeleble del Redentor. 

Confirmación

Confirmación
Confirmación

La Confirmación es el sacramento mediante el cual el bautizado es fortalecido por una especial efusión del Espíritu Santo, en continuidad con la gracia de Pentecostés. El rito esencial consiste en la unción con el santo Crisma —aceite de oliva perfumado, consagrado solemnemente por el Obispo—, acompañada por la imposición de manos del ministro y la fórmula sacramental establecida por la Iglesia. 

Este sacramento imprime en el alma un carácter indeleble, aumenta y perfecciona la gracia bautismal, arraiga más profundamente la filiación divina, une más íntimamente con Cristo y con su Iglesia, intensifica en el alma los dones del Espíritu Santo y confiere una fuerza particular para confesar valientemente la fe cristiana, tanto en palabra como en obra. 


La Eucaristía

Santa Eucaristía
Santa Eucaristía

La Eucaristía es el Sacrificio del Amor, instituido por Cristo en la Última Cena como memorial perenne de su Pasión, Muerte y Resurrección, y confiado a la Iglesia para que se celebre hasta que Él vuelva. En este sacramento, se actualiza sacramentalmente el único sacrificio de la Cruz; se ofrece a los fieles el Banquete pascual en el que Cristo mismo se da como alimento, y se manifiesta la unidad del Cuerpo místico por el vínculo de la caridad.

En los dones consagrados de pan y vino, mediante la invocación del Espíritu Santo y las palabras de Cristo pronunciadas por el ministro, todo el Señor —con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad— está verdaderamente, real y sustancialmente presente. Quienes reciben este Sacramento con fe y recta disposición son purificados de las faltas veniales, reciben incremento de gracia, anticipan la gloria escatológica del banquete del Cordero y entran en comunión con la Santísima Trinidad y con la Iglesia celestial.


Penitencia y Reconciliación

Penitencia y reconciliación
Penitencia y reconciliación

Puesto que la vida nueva recibida en el Bautismo no elimina la fragilidad inherente a la naturaleza humana ni extingue la inclinación al pecado, el Señor Jesús, movido por su infinita misericordia, instituyó el sacramento de la Penitencia para la conversión de los bautizados que han caído.

Este ministerio de la reconciliación fue confiado por Cristo a sus Apóstoles, y por medio de ellos a los obispos —sus legítimos sucesores— y a los presbíteros, como sus colaboradores en el perdón sacramental. En nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, estos ministros ejercen el poder recibido del Señor para perdonar los pecados.

El sacramento puede celebrarse mediante la confesión personal de los pecados ante un sacerdote u obispo, con sincero arrepentimiento y propósito de conversión, o —en circunstancias excepcionales y conforme a la disciplina eclesial— mediante la confesión comunitaria con absolución general.

El sigilo sacramental es inviolable y obliga al confesor, sin excepción alguna y bajo las penas más graves, al más absoluto secreto respecto a todo lo que haya conocido en confesión.

Los efectos de este sacramento son múltiples: la reconciliación con Dios mediante el perdón de los pecados, la restauración de la comunión con la Iglesia, la paz interior y el consuelo del alma, así como el fortalecimiento espiritual para afrontar con fidelidad el combate de la vida cristiana.


Unción de los enfermos

Unción de los enfermos
Unción de los enfermos

La Iglesia, fiel al mandato recibido del Señor de atender y sanar a los enfermos, acompaña con solicitud a quienes sufren en cuerpo o espíritu, intercediendo por ellos y ofreciéndoles el consuelo sacramental. Entre sus tesoros espirituales, ha recibido un sacramento específico para los enfermos, instituido por Cristo y confirmado por la enseñanza apostólica: "¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor" (Sant 5,14-15).

La celebración de este sacramento consiste en la unción del cuerpo del enfermo con óleo bendecido —preferentemente por el obispo— acompañada de la oración litúrgica del presbítero, quien invoca sobre el fiel la gracia sanadora y fortalecedora del Espíritu Santo. Tradicionalmente se ungen los sentidos (ojos, oídos, boca, manos) y, si corresponde, la parte afectada por la enfermedad.

No debe considerarse como un "último rito", sino como un sacramento de consuelo y de fortaleza, que confiere paz, ánimo interior y —cuando no hay posibilidad de confesión— también el perdón de los pecados. A veces, si así lo dispone la voluntad divina, puede contribuir a la recuperación de la salud corporal.

Cuando la enfermedad es grave o la persona se halla próxima a la muerte, se administra también el Viático: la Sagrada Comunión recibida como alimento espiritual en el tránsito hacia la vida eterna, prenda de resurrección y comunión con el Cristo glorificado.


Sagradas Órdenes

Sagradas Ordenes
Sagradas Ordenes

El sacramento del Orden es aquel mediante el cual la misión confiada por Cristo a sus Apóstoles continúa siendo ejercida en la Iglesia, bajo la acción del Espíritu Santo, hasta la consumación de los tiempos. Este sacramento se estructura en tres grados jerárquicos: el diaconado, el presbiterado y el episcopado, todos ellos esenciales e insustituibles para la constitución orgánica de la Iglesia.

La ordenación se confiere mediante la imposición de manos por parte del obispo sobre la cabeza del ordenando, acompañada de la solemne oración consagratoria, en la que se invoca una efusión especial del Espíritu Santo y sus dones, para la configuración del nuevo ministro con Cristo, y para el fiel cumplimiento del ministerio que le es confiado.

Este sacramento imprime un carácter sacramental indeleble y no puede ser reiterado ni conferido por un tiempo limitado. En virtud de esta configuración ontológica con Cristo, el ordenado participa, según su grado, de la triple función de Cristo Sacerdote, Profeta y Rey.

El sacerdote ordenado, al actuar en el ejercicio de su ministerio, lo hace in persona Christi Capitis, no por mandato de la comunidad, sino como instrumento vivo del Buen Pastor, en nombre de la Iglesia y para el bien del Pueblo de Dios. El sacerdocio ministerial, por tanto, se distingue esencialmente —y no solo en grado— del sacerdocio común de todos los fieles, estando al servicio de su santificación.


Santo Matrimonio

Santo Matrimonio
Santo Matrimonio

Dios, que es amor y creó al ser humano por amor, lo ha llamado a amar en plenitud. Al crear al varón y a la mujer, los convocó a una íntima comunión de vida y amor, en la alianza del Matrimonio, donde "ya no son dos, sino una sola carne" (Mt 19,6). Al bendecirlos, les confió el don de la fecundidad: "Sed fecundos y multiplicaos" (Gn 1,28).

El Matrimonio cristiano, elevado por Cristo a la dignidad de sacramento, constituye a los esposos en un estado de vida pública en la Iglesia. Por eso, su celebración debe tener lugar en forma litúrgica, ordinariamente en presencia de un presbítero o de un testigo cualificado, y ante la comunidad eclesial representada por los testigos.

Mediante el consentimiento libre y consciente, ratificado por Dios mismo, los esposos quedan unidos por un vínculo sacramental indisoluble, que expresa y participa del amor de Cristo por su Iglesia. Esta alianza es fuente de gracia: capacita a los cónyuges para amarse con fidelidad, acoger y educar a los hijos en la fe, y crecer juntos en la santidad de la vida conyugal.

Cuando, por causas graves, la convivencia se vuelve inviable, la Iglesia puede admitir la separación, sin que ello rompa el vínculo sacramental, y siempre procurando, en la medida de lo posible, caminos de reconciliación y sanación.


Los Sacramentales

Sacramentales
Sacramentales

Además de los sacramentos instituidos por Cristo, la Iglesia, a lo largo de los siglos, ha conservado y enriquecido una amplia tradición de ritos, bendiciones y signos sagrados conocidos como sacramentales. Estos gestos, profundamente arraigados en la vida del Pueblo de Dios, buscan preparar al alma para recibir la gracia y disponen a los fieles a cooperar con ella en todas las dimensiones de la existencia.

Mediante los sacramentales, la Iglesia invoca la acción del Espíritu Santo sobre personas, lugares, objetos y situaciones concretas de la vida humana. Ya se trate de la dedicación de una iglesia, la bendición de una casa, la protección de los campos, la aspersión del agua bendita o la consagración de iconos, la finalidad es siempre la misma: que todo lo creado sea integrado en el dinamismo de la redención y santificado por el poder de Cristo.

Algunas de estas ceremonias, como la gran bendición del agua en la solemnidad de la Epifanía —especialmente significativa en la tradición oriental— poseen un carácter casi litúrgico; otras son simples bendiciones pronunciadas por el sacerdote con fe y autoridad pastoral.

Los fieles congregados en la IACA creemos firmemente que la Iglesia, como dispensadora de los misterios divinos, tiene el poder de consagrar toda la vida, y que tanto la materia como el espíritu pueden ser canales de la gracia santificante, cuando se actúa en el nombre de Cristo y bajo la guía del Espíritu Santo.

Iglesia Antigua Católica y Apostólica

Una comunidad viva en la Tradición Apostólica, fiel al Evangelio de Cristo.

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