Creemos...
¿En qué creemos?
La Iglesia Antigua Católica y Apostólica (IACA), conserva y profesa los antiguos Credos, en los cuales están presentadas, con breves pero exactas palabras, las verdades fundamentales de la fe ortodoxa. "El hombre sin fe es comparable a un ciego. La fe le permite al hombre obtener el conocimiento espiritual, que le ayuda a ver y comprender la esencia de lo que pasa a su alrededor, la razón de la creación, la finalidad de la existencia, lo que es correcto y lo que no lo es, hacia donde debe orientarse".
Por tanto, la fe que enseña esta Iglesia no es otra que la Fe Católica, ni más ni menos. Todas las enseñanzas son las de la Iglesia primitiva e indivisa, conforme a lo expresado en tal sentido por san Vicente de Lerins: "Id teneamus, quod ubique, quod semper, quod ab ómnibus creditum est; hoc est etenim vere propieque catholicum": 'Retenemos todo lo que ha sido siempre creído por todos y en todas partes ya que es verdadera y propiamente católico' (cfr. Commonitorium, 2).
Toda verdad de Fe o expresión de la misma, enseñada y ejercida por la IACA, se ajusta a tres criterios: las Sagradas Escrituras, la Tradición de la Iglesia y la Razón, iluminada por la fe.
- Las Sagradas Escrituras contienen la esencia de la Fe, hablan de Dios y revelan su plan de salvación. Por ellas conocemos la voluntad de Dios, hecho carne en Jesucristo.
- La Tradición es la comunicación y transmisión de la Fe a través de los siglos. Ayuda a interpretar las Sagradas Escrituras en la época presente, ya que revela el desarrollo y la práctica de la Iglesia a través de los siglos bajo la guía del Espíritu Santo.
- La Razón, iluminada por la fe, ayuda a entender y aplicar en situaciones específicas la doctrina y praxis de la Iglesia. La IACA fomenta en sus fieles el uso de la razón para explorar y comprender la obra de Dios y para tomar decisiones ética y moralmente responsables.
Nos definimos como una comunidad sacramental y litúrgica, dicho de otro modo, como una comunidad de adoración, y por ende jurisdiccional, cuya espiritualidad proviene de la fe y la práctica de la Iglesia de los primeros mil años.
Dios
Por encima de cualquier cuestionamiento doctrinal, la IACA cree y afirma que hay un solo Dios, quien se ha revelado como Creador -Dios Padre-, como Redentor -Dios Hijo-, y como Santificador -Dios Espíritu Santo-; esta es la doctrina de la Trinidad que se enseña en los Credos.
Dios que se entrega a sí mismo y se dio a conocer como: "Yo Soy el que Soy.", es amor, verdad, bondad, es uno y eterno. Creó el mundo de Sí mismo con Su Palabra y se encuentra en una relación de amor constante con todo lo creado.
En esta vida no podemos conocer a Dios directamente, sino solo por sus acciones. Mediante la revelación general podemos vislumbrar la realidad y la verdad de su existencia. Además del conocimiento intelectual de Dios, manifiesto en su revelación específica, existe una visión continua del misterio sagrado. Esta madurez nos es otorgada por el Espíritu Santo en la fe, la esperanza y el amor.
El conocimiento de Dios puede ser apreciado como don de Él mismo en Su revelación.
Fuentes de Revelación
La IACA, tiene como base principal de sus doctrinas a las Sagradas Escrituras -Antiguo y Nuevo Testamento-, como la Palabra de Dios, infalible y revelada; éstas deben ser entendidas asistiéndose de la razón, que es iluminada por la fe.
Asimismo, acepta como guía la Tradición patrística de los Santos Padres de la Iglesia -latinos y orientales- quienes, a su vez, además, dieron sentido pleno a la Fe Católica que esta Iglesia enfatiza, enseña y pone en práctica.
La tradición de la Iglesia explica las Sagradas Escrituras y la gran tradición apostólica sin modificarlas, complementan su contenido, comprendiéndolas más profundamente.
La tradición no es sólo un principio protector, conservador; es principalmente el principio de desarrollo y regeneración, es pues, la constante permanencia del Espíritu, y no sólo la memoria de las palabras. Como bien se ha definido, "La tradición es un principio carismático, no histórico".
Confesión de Fe
Para la IACA, los credos históricos constituyen los Símbolos ecuménicos - Credos Apostólico y Niceno-Constantinopolitano - y los consensos y declaraciones doctrinales generalmente aceptados, observados en los Concilios de la Iglesia indivisa del primer milenio. Otras declaraciones de creencias de otras épocas pueden ser verdades teológicas, siempre que la tradición y enseñanza de todos los obispos de las iglesias locales coincidan con ellas, o pueden ser opiniones teológicas de diversos grados.
Los artículos de fe más importantes se refieren a la trinidad de Dios y la riqueza de Jesucristo. La Iglesia valora las opiniones de los Santos Padres de Oriente y Occidente, así como de otros maestros de la Iglesia, y vuelve a ellos como un pozo de agua viva. De esta manera la infalibilidad de la Iglesia es vista en el conjunto universal de doctrinas y prácticas.
Jesucristo y el Espíritu Santo
Creemos que Jesucristo es la segunda persona de la Trinidad, el Hijo de Dios, plenamente divino y plenamente humano, concebido sin pecado en el seno de la Virgen María. Murió en la cruz para salvación del mundo, resucitó y ascendió al cielo. Creemos que regresará un día para juzgar a todos los hombres y reinará junto su Iglesia por siempre.
Creemos que el Espíritu Santo es Dios, amor derramado de Dios que lo llena todo y renueva todas las cosas. Mediante el Espíritu Santo somos consolados -Paráclitos-, nos purifica y salva como fuente de todo lo bueno, incluyendo la verdad y la vida misma, es por eso que Dios da vida al primer hombre con un soplo divino (Gén. 2:7). Por ende, el Espíritu Santo puede y debe vivir en nosotros.
El hombre y los ángeles
El hombre es una criatura sensible, dotado de libre albedrío. Según las Escrituras, el hombre es la creación por excelencia de Dios, hecha a su imagen y semejanza.
Dotado de espíritu, alma y cuerpo, el hombre, desobedeciendo al Creador, quedó apartado de Su visión beatífica. Para restaurar esta condición de pecado, Dios envió a su Hijo al mundo para salvarle y devolverle por su gracia y amor las riquezas eternas que había perdido.
Es deber del hombre honrar, adorar y servir a Dios, cumpliendo su voluntad y siendo guiado por el Espíritu Santo alcanzará la bienaventuranza eterna.
La existencia de seres espirituales, por consiguiente, en principio incorporales, que la sagrada Escritura llama habitualmente ángeles, es una verdad de fe. El testimonio de la Escritura es tan claro como la unanimidad de la Tradición.
En tanto que criaturas puramente espirituales, tienen inteligencia y voluntad: son criaturas personales e inmortales (cf Lc 20, 36). Superan en perfección a todas las criaturas visibles. El resplandor de su gloria da testimonio de ello (cf Dn 10, 9-12).
Desde la creación (cf Jb 38, 7), donde los ángeles son llamados "hijos de Dios" y a lo largo de toda la historia de la salvación, los encontramos, anunciando de lejos o de cerca, esa salvación y sirviendo al designio divino de su realización. Son reconocidos como mensajeros de Dios, a quién glorifican sin cesar; servidores con la misión de asistir a los que han de heredar la salvación. "Ad omnia bona nostra cooperantur ángel" -"Los ángeles cooperan en toda obra buena que hacemos"- (Santo Tomás de Aquino, S. Th., 1, 114, 3, ad 3).
Se ha hecho una clara distinción entre los santos ángeles y aquellos a los que se atribuye el papel de seductores del mal, calumniadores, enemigos de Dios, conocidos por espíritus malignos o demonios (Satanás), que son ángeles transgresores.
Iglesia y pueblo sacerdotal
La Iglesia es el pueblo de Dios que viaja a través de la historia bajo el gobierno de Cristo, una comunión visible e invisible de creyentes bautizados, justificados y santos por la gracia de Cristo, que permanecen fielmente en el Espíritu Santo sobre el fundamento apostólico, en el servicio a todos los hombres y en la adoración trinitaria.
La Iglesia, el cuerpo místico de Jesucristo, misterio de la salvación, es una, santa, católica y apostólica. En el mundo, el pueblo de Dios se reúne en las iglesias locales invocando al Espíritu Santo, por él que son guiadas y fortalecidas.
Mediante el bautismo y la confirmación, todos los cristianos están llamados al sacerdocio real, a abrirse a los dones carismáticos del Espíritu Santo y a participar en el anuncio del Evangelio (apostolado).
Sacerdocio sacramental
Para que la Iglesia cumpliera su misión, Cristo dejó su sacerdocio sacramental a través de los apóstoles. El Espíritu Santo llama irrevocablemente a algunos cristianos que reciben, mediante la imposición de manos y la palabra de los obispos, la autoridad y el mandamiento del ministerio sacerdotal sacramental; en particular la difusión de la Palabra de Dios, la celebración reverente de la Eucaristía y la administración de los sacramentos restantes.
El ministerio sacerdotal sacramental se realiza en tres etapas: diaconado, presbiterado y episcopado. La gracia de este servicio es un don divino. Los elegidos para estas órdenes de servicio deben permanecer en la unidad apostólica y en la genuina enseñanza de la catolicidad de la Iglesia; todo esto en relación directa y mediado por el ministerio episcopal en sucesión apostólica ininterrumpida.
La IACA, en su manifestación auténticamente antigua, mantiene que, preliminarmente a las ordenes mayores anteriormente mencionadas, se encuentra la orden del Subdiaconado como estado probatorio de los candidatos a las siguientes. Igualmente promueve, que todos aquellos que deseen realizar cualquier función de servicio en la Iglesia, sean capacitados y bendecidos para ello, por lo que a las ordenes mayores le anteceden las menores a modo de sacramentales, comenzando con la etapa preliminar que es la Tonsura, luego le siguen las siguientes: el Portero, el Lector, el Exorcista, y el Acólito.
Gracia: Obra redentora de Cristo
La gracia de Dios, don divino efectuado por la disposición amorosa de la Santísima Trinidad, es el resultado de la muerte redentora de Cristo. Por gracia, el hombre se hace partícipe de la vida divina en Cristo y sólo así puede alcanzar la salvación eterna. Las primeras personas en el Paraíso participaron de la vida de Dios, pero al caer en el pecado perdieron esa participación. Solo a través de los méritos de Cristo, a través de la gracia del Espíritu Santo, recuperamos el don del misterio de Dios por la justificación si vivimos por fe en Jesús.
Cristo redimió a toda la raza humana y a todo el universo, pero esto no redimió ni salvó al individuo. En la fe, el hombre debe decidir si quiere participar en la redención o no. La apropiación de los méritos y gracias de Cristo por Dios se llama justificación y, por el hombre, santificación, de esta forma el creyente se vuelve santo y justo, por participar de la misma vida divina de Cristo.
Esta obra de justificación y santificación es realizada por el Espíritu Santo, cuanto más se acerque el hombre a Dios, haciendo uso de su voluntad, la Trinidad llegará a inhabitar su alma, con una presencia real y plena.
Todas las personas están invitadas a alcanzar la salvación eterna. Dios no quiere "que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento" (2ª Pedro 3:9). Ningún hombre está condenado de antemano. La predestinación para la salvación es condicional, asociada con el libre albedrío. Sin embargo, Dios en su ser más íntimo, en su omnisciencia, conoce anticipadamente y respeta el libre albedrío de los hombres. En el Juicio Final, los hombres serán divididos precisamente sobre la base de la justificación por la fe y el amor por las obras; en esto reconocemos la gran esperanza escatológica.
La Comunión de los Santos y la Virgen María
"Sanctorum Dei Communio", se refiere a la unión espiritual de todos los cristianos, es decir, Iglesia Militante e Iglesia Triunfante. Ambas forman parte del Cuerpo Místico de Cristo, del cual él es la cabeza, y en el que cada miembro contribuye al bien de todos y comparte los bienes con todos.
Así, desde sus inicios, la Iglesia se alegra en reconocer y conmemorar a los fieles difuntos que siguiendo el ejemplo de su Salvador Jesucristo fueron extraordinarios o incluso heroicos servidores de Dios y de su pueblo; da gracias a Dios por los santos, pide al Señor la fuerza para seguir sus ejemplos y participar de su gloria junto a ellos.
Por medio de este reconocimiento y conmemoración, sus devotos ministerios perduran en el Espíritu, así como su ejemplo y compañerismo continúan alimentando a la Iglesia que peregrina en su camino hacia Dios.
Esta ininterrumpida comunión con los victoriosos representantes de las generaciones pasadas, que empieza por los patriarcas y profetas del Antiguo Testamento e incluye a los apóstoles, los testigos de La Encarnación, los mártires, doctores y santos y santas de todas las naciones a través de los siglos, hace que los cristianos congregados en esta Iglesia, se vean profundamente enraizados en la más pura ortodoxia, al tiempo que les ofrece protección contra la herejía.
Entre los santos se reserva un lugar de gran significación y singularidad para la Madre de Dios, la Virgen María. El largo proceso de purificación e iluminación de la raza judía tan vivamente descrito en el Antiguo Testamento alcanzó su culminación en la Theotokos. En ella hallaron cumplimiento la fe y el heroísmo de muchas generaciones del pueblo elegido. Aceptó con humildad el desafío de la Anunciación. Como primera testigo del Señor, aparece junto a la Cruz y a la asamblea de los apóstoles el día de Pentecostés.
En consonancia con nuestra adhesión a la catolicidad antigua, María es honrada como la "Madre de Dios", es decir, que con esto testificamos y proclamamos la divinidad de Cristo, su Hijo. Vemos en ella a la bienaventurada entre las mujeres que, por su valiente decisión abrahámica de fiarse a la voluntad de Dios, reconocemos como primera discípula y hermana en la fe, digna de admiración y respeto.
La Virgen María es, además, modelo de manera especial de la vida silenciosa y de la plegaria, de la fe y de la obediencia a la voluntad divina.
En la historia de la salvación, ella fue, en cierta medida, el lugar donde Dios -el Hijo-, se apartó de su mansión celestial y entró en nuestro mundo para estar presente no solo como quien lo gobierna y sostiene, sino también actuando como agente de la salvación. De ahí que la devoción que se tribute a la Virgen sea siempre cristocéntrica, ya que ella aparece en todo tiempo relacionada a Cristo a través de su maternidad.
Sacramentos o Misterios de la Iglesia
Los sacramentos son signos visibles establecidos por Jesucristo en los
cuales las sustancias ordinarias se convierten en portadoras del Espíritu
Santo, es decir, son vehículos de la gracia divina. La gracia sacramental obra
mediante la fe viva, la esperanza y el amor. A través de los sacramentos, el
cristiano se involucra directamente en el misterio del amor divino de Dios
-ágape-, en el interior de la Santísima Trinidad.
- Bautismo
Mediante las aguas del bautismo la persona se purifica y también, se sumerge dentro de la muerte de Cristo y resucita con Él, volviendo a nacer como un hombre nuevo. Inmediatamente después del Bautismo, en la misma ceremonia, utilizando un aceite especial llamado Crisma, la persona es ungida como rey, sacerdote y profeta del Reino de Dios. El bautizado pertenece para siempre a Cristo y su Iglesia: en efecto, queda marcado con el sello indeleble de Cristo.
- Confirmación
La Confirmación es la reafirmación del confirmante en su fe. El rito esencial consiste en la unción con el Santo Crisma -aceite de oliva mezclado con perfumes, consagrado por el obispo-, que se hace con la imposición de manos por parte del ministro, el cual pronuncia las palabras sacramentales propias del rito.
El efecto de la Confirmación es la especial efusión del Espíritu Santo, tal como sucedió en Pentecostés. Esta efusión imprime en el alma un carácter indeleble y otorga un crecimiento de la gracia bautismal; arraiga más profundamente la filiación divina; une más fuertemente con Cristo y con su Iglesia; fortalece en el alma los dones del Espíritu Santo; concede una fuerza especial para dar testimonio de la fe cristiana.
- La Eucaristía
La Eucaristía es la cena sacrificial del amor, que Cristo instituyó para perpetuar en los siglos, hasta su segunda venida, el sacrificio de la Cruz, confiando así a la Iglesia el memorial de su Muerte y Resurrección. Es signo de unidad, vínculo de caridad y banquete pascual, en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la vida eterna.
A través de su recepción, los creyentes toman parte en el Cuerpo y la Sangre de Cristo y anticipan su participación en la fiesta eterna y escatológica del Cordero. En los dones eucarísticos, mediante la cooperación del Espíritu Santo, todo Cristo está verdadera y permanentemente presente con su verdadero Cuerpo y Sangre -presencia real y permanente-, con y bajo las especies eucarísticas del pan y del vino.
Quien en la fe recibe el sacramento de la Eucaristía, se purifica de los pecados cotidianos, multiplica y fortalece la gracia de Dios, toca directamente el misterio de la Santísima Trinidad y entra así en la comunión de la vida de los santos en Cristo y con Cristo.
- Penitencia y Reconciliación
Puesto que la vida nueva de la gracia, recibida en el Bautismo, no suprime la debilidad de la naturaleza humana ni la inclinación al pecado, Cristo instituyó este sacramento para la conversión de los bautizados que se han alejado de Él por el pecado.
Cristo confió el ministerio de la reconciliación a sus Apóstoles, a los obispos, sucesores de los Apóstoles, y a los presbíteros, colaboradores de los obispos, los cuales se convierten, por tanto, en instrumentos de la misericordia y de la justicia de Dios. Ellos ejercen el poder de perdonar los pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
El sacramento puede administrarse en el arrepentimiento conjunto y la confesión pública de los pecados en la comunión de la Iglesia, o en la confesión personal de los pecados con sincero arrepentimiento, tanto ante un sacerdote como ante un obispo.
Dada la delicadeza y la grandeza de este ministerio y el respeto debido a las personas, todo confesor está obligado, sin ninguna excepción y bajo penas muy severas, a mantener el sigilo sacramental, esto es, el absoluto secreto sobre los pecados conocidos en confesión.
Los efectos del sacramento de la Penitencia son: la reconciliación con Dios y, por tanto, el perdón de los pecados; la reconciliación con la Iglesia; la paz y la serenidad de conciencia y el consuelo del espíritu; el aumento de la fuerza espiritual para el combate cristiano.
- Unción de los enfermos
La Iglesia, habiendo recibido del Señor el mandato de curar a los enfermos, se empeña en el cuidado de los que sufren, acompañándolos con oraciones de intercesión. Tiene sobre todo un sacramento específico para los enfermos, instituido por Cristo mismo y atestiguado por Santiago: «¿Está enfermo alguno de vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor» (St 5, 14-15).
La celebración del sacramento de la Unción de los enfermos consiste esencialmente en la unción con óleo, bendecido si es posible por el obispo, sobre los ojos, oídos, boca y manos (y aquella parte del cuerpo que está enferma), acompañada de la oración del sacerdote, que implora la gracia especial de este sacramento.
Este sacramento no tiene porqué ser entendido como un "último rito". Confiere una gracia particular, otorgándole fortaleza, paz, ánimo y también el perdón de los pecados, si el enfermo no ha podido confesarse. Además, este sacramento concede a veces, si Dios lo quiere, la recuperación de la salud física.
Una persona moribunda, además del sacramento de la unción, recibirá el Viático, la Comunión del Cuerpo y de la Sangre de Cristo muerto y resucitado, semilla de vida eterna y poder de resurrección.
- Sagradas Órdenes
El sacramento del Orden es aquel mediante el cual, la misión confiada por Cristo a sus Apóstoles, sigue siendo ejercida en la Iglesia hasta la consumación de los tiempos. Se compone de tres grados, que son insustituibles para la estructura orgánica de la Iglesia: el episcopado, el presbiterado y el diaconado.
En cada uno de sus tres grados, el sacramento del Orden se confiere mediante la imposición de las manos sobre la cabeza del ordenando por parte del obispo, quien pronuncia la solemne oración consagratoria. Con ella, el obispo pide a Dios para el ordenando una especial efusión del Espíritu Santo y de sus dones, en orden al ejercicio de su ministerio.
Este sacramento otorga una efusión especial del Espíritu Santo, que configura con Cristo al ordenando en su triple función de Sacerdote, Profeta y Rey, según los respectivos grados del sacramento. La ordenación confiere un carácter espiritual indeleble: por eso no puede repetirse ni conferirse por un tiempo determinado.
Los sacerdotes ordenados, en el ejercicio del ministerio sagrado, no hablan ni actúan por su propia autoridad, ni tampoco por mandato o delegación de la comunidad, sino en la Persona de Cristo Cabeza y en nombre de la Iglesia. Por tanto, el sacerdocio ministerial se diferencia esencialmente, y no sólo en grado, del sacerdocio común de los fieles, al servicio del cual lo instituyó Cristo.
- Santo Matrimonio
Dios, que es amor y creó al hombre por amor, lo ha llamado a amar. Creando al hombre y a la mujer, los ha llamado en el Matrimonio a una íntima comunión de vida y amor entre ellos, «de manera que ya no son dos, sino una sola carne» (Mt 19, 6). Al bendecirlos, Dios les dijo: «Creced y multiplicaos» (Gn 1, 28).
Dado que el Matrimonio constituye a los cónyuges en un estado público de vida en la Iglesia, su celebración litúrgica es pública, en presencia del sacerdote -o de un testigo cualificado de la Iglesia- y de otros testigos.
El sacramento del Matrimonio crea entre los cónyuges un vínculo especial y fortalece en ellos el deseo de perpetuidad. Dios mismo ratifica el consentimiento de los esposos y confiere a los esposos, mediante este sacramento, la gracia necesaria para alcanzar la santidad en la vida conyugal y, para acoger y educar responsablemente a los hijos.
Algunas veces, las personas fracasan en los esfuerzos por mantener incólume el matrimonio. Como consecuencia de ello, la Iglesia admite la separación de los esposos, cuando la cohabitación entre ellos se ha hecho, por diversas razones, prácticamente imposible, aunque siempre procurará la reconciliación.
- Los Sacramentales
Además de estos principales sacramentos, los cristianos en todo tiempo y lugar han observado ritos y bendiciones sacramentales, que cubren todas las necesidades y tareas de la vida humana. Mediante ellos, la Iglesia invoca la gracia del Espíritu Santo sobre objetos sagrados y seculares, tales como iglesias, iconos, casas, campos, animales y plantas.
Algunas de estas ceremonias, como la gran bendición del agua el día de la Epifanía (la festividad del Bautismo de Cristo en la Iglesia oriental), son sacramentales en el pleno sentido de la palabra; otras no son más que bendiciones impartidas por el sacerdote.
Los cristianos congregados en la IACA, creemos que la Iglesia tiene poder para santificar y purificar toda vida, tanto la materia como el espíritu, y que en cualquier lugar y momento que opere mediante las acciones sacramentales de sus miembros, la materia recibe la gracia del Espíritu Santo y se convierte en vehículo de su influencia vivificante y salvadora.